Más fuerte que la muerte

Hace más de un cuarto de siglo, un hombre joven conoció a una mujer unos años menor que él. La atracción fue inmediata, cayeron  uno en brazos del otro, con mucha urgencia y sin mayor reflexión. Con el tiempo, la relación fue madurando hasta convertirse en un proyecto de vida juntos. Formaron así un equipo sólido basado en la confianza para lanzarse a la fascinante y desafiante aventura de formar una  familia que se mantuvo unida  a lo largo del tiempo. La muerte los separó tras 25 años juntos.

Releo el párrafo anterior y me sorprendo de su brevedad. Reducido el espacio, sintetizado el argumento y podado todo lo sobrante, esta es mi historia. Y supongo además que puede ser la de cualquiera. Justamente por eso pienso que no es tan importante contar la propia historia como interpretarla, entenderla en su significado más profundo, buscar, más allá de detalles y coyunturas, el dibujo completo, el sentido último de los hechos.

Acabo de leer Amor y Responsabilidad de Karol Wojtyla. Es un tratado filosófico ya clásico sobre moral sexual desde la perspectiva católica  que aborda una diversidad de temas. Uno en especial ha capturado mi atención precisamente porque está relacionado con la búsqueda de este indispensable sentido de la existencia y la mirada a la propia historia: el verdadero amor como fundamento de la relación entre un hombre y una mujer, el amor como compromiso de por vida y garantía de realización personal y promesa de felicidad; ese mismo amor del que habla Benedicto XVI en su Carta Encíclica Deus Caritas est y que todo ser humano parece anhelar desde su misma naturaleza: entre el amor y lo divino existe una cierta relación: el amor promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana”.[1]

Mucho se ha dicho y escrito acerca de esto que llamamos amor y que sucede exclusivamente entre las personas y no entre otros seres. Libre albedrío, voluntad e inteligencia forman parte de este importante acontecimiento, un misterio tal que no siempre puede ser definido con claridad. Por eso, al hablar de amor nos encontramos con una realidad paradójica: es lo más superficial y visible en el hombre y a su vez esconde una profundidad y fuerza que inundan completamente su interioridad. Esta realidad contradice la creencia, bastante común en nuestro tiempo impregnado de subjetivismo, de que el amor es un sentimiento, sujeto por tanto a la fragilidad cambiante típica del mundo emocional pero, al contradecirla, el amor no se reduce a una  decisión de la voluntad de permanecer junto a la persona elegida por el compromiso asumido sin más motivación que el deber por el deber.

En realidad, la oposición de ambas perspectivas surge de una incomprensión del amor en sí mismo. Los sentimientos y las decisiones de la voluntad son realidades análogas y relacionadas entre sí, que comprometen la promesa de felicidad en la persona. El amor es la síntesis de todas las potencias del ser humano que une la existencia de dos seres en la construcción de una comunidad, cuya unidad depende absolutamente de la distinción y originalidad de las personas que la conforman.

El amor es una tarea que se ha confiado a la libertad humana, implica un profundo compromiso con el bien común que requiere esfuerzo, trabajo, renuncia y acogida, como expresión natural del don de sí mismo. Ha de ir transformándose desde una sensación básica nacida de esa fuerza vital de la naturaleza humana que impacta en las personas, conocida como el impulso sexual,  hasta convertirse en un amor maduro, confiable, verdadero y bueno, con el concurso expreso de la voluntad y la luz de la inteligencia que integran hacia arriba, el indispensable impulso sexual.

Para quienes miramos el mundo desde Cristo, el amor es participación co-creadora del hombre con Dios en la creatio continua. Dios crea sirviéndose también de causas segundas y precisamente es a través del hombre, la única creatura que Dios ha amado por sí misma[2], que crea a otros hombres, permitiéndoles ser parte de la génesis de sus hijos, a quienes además  les confía su educación.

Luego del impulso sexual inicial, aparece la atracción que va generando una actitud, como dice Wojtyla, de dejar ser a otro en uno mismo. Así, pensamientos e imaginación se constituyen en un amor naciente hacia ese otro, cuya persona es lo más atractivo. Es decir, se pasa de interesarse por lo que se puede obtener del otro, a concentrarse en quién es el otro para uno. Éste aparece como el bien que es en sí mismo y debiera ser el fundamento de los sentimientos que van desarrollándose. Los sentimientos no poseen una lógica independiente de la razón, por lo que requieren del intelecto para no quedar encerrados y errar respecto de la realidad acerca del otro. Deseo y quiero al otro como un bien que reconozco para mí, que me completa y al mismo tiempo me desafía e impulsa a ser mejor en un dinamismo de complementariedad y reciprocidad.

Por eso se superan actitudes utilitaristas que lleven a ignorar que el otro es una persona, valiosa en sí misma, que ha establecido sus propios fines y que no puede ser tratada como un medio para buscar los propios. Ni el placer ni la voluptuosidad unen o ligan a las personas a la larga porque, cuando ya no los proporcione, la relación se enfriará hasta desaparecer. Debe adecuarse ese impulso, ese atractivo que se siente por ella,  al nivel personal, es decir, elevarlo a la dignidad de las personas.

Es difícil determinar en qué momento el atractivo da paso a la simpatía, a la camaradería, a la amistad y finalmente al amor verdadero y bueno, pero una cosa está muy clara: establecer buenos fines comunes es esencial para que ello ocurra. Cuando se mira en la misma dirección sin perder de vista el horizonte amplio, se es capaz de dirigir todos los esfuerzos hacia allí y jugarse la vida. Cuando amamos a alguien salimos de nuestro propio encierro interior, le comunicamos nuestra propia existencia y le damos lo más profundo de nuestro ser para comprometernos hasta en lo mínimo y, por ello, dar vida a otras personas. Así, subordinamos nuestros fines a lo único que es promesa de auténtica felicidad: la realización en el amor hacia esa persona.

Sin el horizonte de fe que da la relación con Dios, que es Amor, no es posible esta entrega: no hay mayor amor que el dar la vida por los amigos[3], dirá el Evangelio de Juan, y creo firmemente que no hay otra medida para el amor humano.

Volviendo a mi historia, más allá de defectos o virtudes de los dos, más allá de encuentros o desencuentros pasajeros, trascendiendo risas, llantos y tensiones, siempre vi en el amor de mi esposo una clara evidencia del Amor de Dios. Dios ama sin condiciones y a pesar de todo y siempre permanece fiel. Por eso creo, en el fondo de todo, que efectivamente el Amor es más fuerte que la muerte, y nos volveremos todos a encontrar en Él.

[1]Benedicto XVI. Carta Encíclica Deus Caritas Est. Art 5. http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/encyclicals/documents/hf_ben-xvi_enc_20051225_deus-caritas-est.html

[2] Gaudium et Spes 22

[3]San Juan. Evangelio Según san Juan.  Cap. 15, 13.

Claudia Quiroz Pacheco

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