¿Por qué estudiar Humanidades en el siglo XXI?

Con el estudio de las Humanidades sucede algo que nos mueve a hacernos algunas preguntas. Ciertamente nadie negaría la importancia de algo que nos convoca desde lo más íntimo en tanto seres humanos. En principio nadie puede ser indiferente a este llamado; sin embargo, encontramos a muchas personas cuya vocación no pasa por responder a las preguntas radicales que legítimamente podemos (y tal vez debemos) hacernos respecto de lo que somos, de lo que debemos y podemos esperar, o del sentido de nuestras vidas. Hay mujeres y hombres cuyas vocaciones no pasan por ahí, sino que se sienten llamados por otro tipo de intereses. Y en buena hora que así sea. De otro modo, no tendríamos médicos, ingenieros, empresarios, músicos, administradores o biólogos, por citar algunos ejemplos.

Por eso podríamos hablar de la “vocación” en un doble sentido. El primero de estos sentidos, tal vez el más espontáneo, se relaciona con nuestros gustos e intereses más inmediatos. Éstos dependen de un conjunto de factores sobre los que tenemos poca o ninguna influencia: educación, entorno familiar o social, o incluso afinidades innatas con este o aquel sector de la realidad.

Un segundo sentido de la “vocación” ya depende más de nosotros y podríamos considerarlo como un llamado que apela a nuestra responsabilidad, y respecto del cual gozamos de plena libertad para acogerlo o no. Lo sorprendente es que, si no lo acogemos, no por ello seremos moralmente imputables. Nadie podría reprocharnos que no nos inscribamos en Maestrías en Humanidades o en Doctorados en Filosofía, Historia o Letras. Con todo, esa plena libertad con que podemos enfrentar esta segunda vocación hace que seguirla nos enaltezca como personas, engrandezca nuestra alma y nos ponga en el camino de cierta perfección humana. El compromiso con esta segunda vocación (o llamado, que eso significa “vocación”), que ya no es espontánea ni está necesariamente ligada a nuestros gustos, exige de nosotros cierto esfuerzo, cierta capacidad de romper la inercia propia de la vida. Estudiar Humanidades, y más especialmente cuando ya hemos atendido el llamado de la primera vocación, no es un salto al vacío, sino un compromiso con una forma más plena de encarar la propia existencia. Cuando hablamos de un “Postgrado en Humanidades” no hablamos solamente de un grado académico, sino de un vínculo ético con la respuesta a preguntas esenciales, guiados por la pericia y sabiduría de quienes nos han precedido en ese mismo camino. La necesidad de las Humanidades puede atenderse de varias maneras y no exclusivamente en los Postgrados dedicados a ellas. También es esencial su presencia transversal en las carreras de grado, aun cuando lamentablemente en muchos casos ellas no sean vistas más que como un ornamento. Pero ya hablaremos de la importancia de los adornos.

Esta tarea de ocuparnos de las Humanidades es tanto más urgente cuanto más nos sabemos inmersos en un mundo de alta densidad tecnológica, donde parece haberse esfumado la relevancia de la verdad en favor de la eficacia, y en donde la tendencia a los automatismos parece erosionar nuestra espiritualidad, es decir, lo que más nos define como seres humanos. Desplegar nuestra existencia sin hacernos cargo de la verdad, o sustituyéndola por la eficacia de las tecnociencias, es una forma nociva de autoengaño, tal vez la más perniciosa. El compromiso y la veneración de la verdad no nos proporcionan, ciertamente, el hábitat confortable que nos ofrece la eficacia de nuestros artefactos, pero nos brinda una irreemplazable ocasión de verdadera plenitud humana.

El compromiso con esta segunda vocación no es tampoco una promesa de cómoda instalación en la verdad, pues ésta nunca promete placidez. La promesa que sí hace la verdad, en cambio, apunta a uno de los más insondables misterios de nuestra naturaleza: la libertad.

La importancia de las Humanidades va manifestándose así, al espíritu atento, a medida que los aparentes progresos materiales del mundo las muestran como algo puramente ornamental. Una vez más podemos distinguir en lo “ornamental” un doble sentido, tal como hicimos con la vocación. Uno, el promovido por alguna forma de inmediatez utilitaria, es el que hace del ornamento algo superfluo, puramente exterior y descartable. En otro sentido podemos decir que la dignidad de este ornamento que son las Humanidades está inexorablemente ligada a nuestra propia naturaleza. Y aquí el ornamento no es superfluo, sino esencial; no tiene el carácter de un cuerpo extraño en el currículo académico, sino que es entrañable porque habita dentro de cada uno de nosotros; y finalmente no es descartable, sino un fin en sí mismo. Y si esto es así, diríamos que el estudio de las Humanidades es como el respeto a una liturgia en la cual celebramos nada menos que nuestra propia dignidad humana.

Jorge Martinez

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