Mujeres de esperanza

Dios me ha bendecido con el don de la amistad. A donde quiera que he ido, he vuelto con el tesoro precioso que significa tener amigos. Y digo que son un tesoro precioso, porque no es sencillo hallar a los verdaderos, a los que te sostienen y te acompañan, a los que se quedan siempre a tu lado, aunque no físicamente y se toman una copa de vino contigo para hablar de tonterías y también de cosas serias. Yo tengo la dicha de tener muchos amigos, hombres y mujeres, pero, naturalmente, con las personas que más comparto son mujeres de diversas edades, culturas, credos, colores, estados. Tengo la alegría de tener muchísimas amigas: solteras, consagradas, monjas, casadas, descasadas, viudas jóvenes, muy jóvenes, mayores, etc.

Me puse a pensar en cada una de ellas: en las que frecuento mucho, en las que veo poco, en las que son mis confidentes, en las que comparten mi fe, en las que no; en las que viven al otro lado del mundo, en las que estudiaron conmigo, en el colegio, en la universidad, en las que jugaron conmigo en la niñez, en las amigas que Dios me dio como hermanas mientras crecíamos en la misma casa; en mi hija que hoy es mi compañera de cuarentena, en las que no puedo ver por el riesgo de contagio, en particular a mi madre.

Y sentí la necesidad de hacer un homenaje a cada una, y en ellas, a todas las mujeres del mundo. Quise dedicarlo en especial a las que son madres, pero no pude excluir a las que no lo son. Tengo la certeza que en cada mujer hay una madre interior, aun cuando esta maternidad no se materialice biológicamente, pues es como una poderosa potencia que atraviesa, la mente, el espíritu, la psicología y el cuerpo de cada mujer. Se nos manifiesta  como impulso que  nos pone en movimiento de entrega, de lucha, de sacrificio, de cuidado, de detalle, de reverencia especial.

En todo ser humano, varón o mujer, se entrelazan características y formas de ser particulares de su ser sexuado que parecieran estar presentes en todas las dimensiones de su existencia. Para mí es un ejercicio vano definir las características femeninas en contraste u oposición con las masculinas, dado que, la entrega, la generosidad, la dulzura la compasión, el sacrificio, la esperanza, así como otras virtudes y vicios, existen  tanto en hombres como en mujeres. No obstante se experimentan y manifiestan de forma ciertamente distinta, complementarias y por ello recíprocas. Y esto a mí me alegra y me permite sentirme plena y agradecida por haber recibido el don de ser mujer y de no ser igual a un varón. Los hombres tienen características y aptitudes diferentes y eso los hace igualmente valiosos, pero no somos iguales.

Nosotras percibimos cuestiones que los hombres no. Leemos entre líneas. Al  mirar a alguien a  los ojos, percibimos estados de ánimo y muchas otras cosas más. Tenemos ese sexto “sentido”, invaluable para mí, que nos acerca misteriosamente a lo más íntimo de los demás.  La capacidad de cuidar y atender a otros, aún a pesar de nosotras mismas, está siempre presente en todo. ¿Quién de nosotras no recuerda las veces en que nos levantamos a media noche a atender a alguien de nuestra familia que está enfermo, o a nuestros bebés, a llevar un enésimo vaso de agua o a calmar pesadillas? Yo misma recuerdo despertar a mi mamá todas las noches para que fuera a dormir conmigo y ella venía, ¡todas las noches! Hay un comentario que circula siempre por allí acerca de la diferencia entre un resfriado común y el “resfriado de un varón” y que, con los límites de la caricatura, hace alusión a la actitud de una mamá ante su propia enfermedad tan distinta a la de un papá. Me cuestiono acerca de lo que motiva esas actitudes, o aptitudes.

Me preguntaba de dónde nos viene esa manera de encarnar esas virtudes que parecieran estar allí desde siempre y porqué aparecen como asociadas a ser madres o mujeres ¿Por qué no nos rendimos ante la adversidad, porqué lloramos cuando todo nos parece terrible y al día siguiente nos ponemos de pie y seguimos adelante? Creo que fuimos dotadas de una fuerza especial que está inscrita en nuestro ser mujeres y se va nutriendo con la experiencia, con la sabiduría de los años, con los logros y fracasos, con el dolor, con el sufrimiento, con la ternura.

Pienso que somos las mamás las que sostenemos la esperanza de nuestras familias.  Aún en las circunstancias más adversas, somos capaces de ayudar a otros a volver a tenerla a pesar de las decepciones, las tristezas y el desaliento. Siempre somos capaces de consolar, acoger y dar calor, incluso a pesar de nosotras mismas. Cuando un hijo tiene que enfrentar un fracaso, cuando al esposo le va mal, cuando todo parece derrumbarse, algo en nosotras nos permite confiar en que no todo se va a quedar allí, que si miramos un poquito más allá, las cosas serán diferentes. Además, creo que si tenemos una mirada de fe en Jesús de Nazaret, esa esperanza tiene un fundamento sólido.

La relación con Él me remite a una mujer en particular, a quien le tocó pasarla muy difícil desde el comienzo: a María, la madre de nuestro buen Jesús, a quien toda su vida se le pidió tener esperanza, aún sin comprender a cabalidad qué estaba pasando. No es casualidad que le tocara vivir una situación tan dura como la de presenciar la muerte de su hijo. No puedo imaginar ese terrible dolor. Yo también tengo una historia con la muerte, y no es para nada sencilla, sin embargo, ver morir a un hijo debe ser lo más desgarrador de este mundo.

Para los cristianos es natural acudir y contemplar ese inmenso dolor para comprender nuestra propia vida. Por eso hoy podemos identificar otras situaciones difíciles de afrontar como las que la Madre hubo de vivir: la separación, las complejas razones por las que los matrimonios se rompen, las dificultades en el mismo, los hijos con sus malas decisiones: alcohol, drogas, malas compañías, pérdida de su propia identidad, la soledad del abandono, o cuántas otras que cada madre conoce y guarda en su corazón.

Cuando una tiene un hijo, nunca vuelve a dormir tranquila. Doy fe. Sólo nosotras sabemos cómo sufrimos en la enfermedad, en el dolor, en la soledad, en la tristeza, en el abandono, en el miedo. Nunca más volvemos ser las mismas, nunca más vuelve una a dormir sin “un pendiente” en nuestro corazón.. Y aun así, pareciera que esa fuerza invisible nos mantiene en la certeza que Dios los ama más que nosotras mismas, incluso y que, de un modo u otro va a hacerles sentir su Amor y su Misericordia. Sólo las mamás sabemos cuánto se ama a los hijos, cuánto se anhela que sean felices, cuánto lloramos cuando ellos lloran o estamos felices cuando logran sus metas y sus sueños. Pero también sabemos del sufrimiento cuando se equivocan, rechazan el buen consejo o simplemente cierran su corazón a lo Bueno.

Cada hijo es un mundo distinto y con cada uno, en su lugar en el corazón, se vive todo eso. Por eso Dios nos dio el modelo más hermoso en María, la mujer, mamá, esperanza, íntegra y completa. Ella no se amilanó ante lo que se le presentaba incomprensible y difícil, sino que confió, con todo su ser  en las promesas de Dios. Como ella ha habido y siguen habiendo mamás que viven amando, postergando un poco todo porque los hijos nos necesitan. La buena noticia es que, conforme maduran, y si hemos hecho bien nuestro trabajo, nos van a necesitar cada vez menos. Eso es precisamente lo que queremos: que se valgan por sí mismos, que vuelen, que cumplan sus metas, que sean hombres y mujeres de bien, que nos quieran todo lo que puedan y nos recuerden, pero, sobre todo, que ya no nos necesiten.

El amor que como madres sentimos es absolutamente incondicional, es decir, no depende de que el hijo sea bueno, sea malo, lo retribuya o no. Siempre vamos a amarlos, ¡y Dios sabe que a veces son realmente difíciles de amar! Amarlos no significa estar de acuerdo siempre con sus decisiones ni abandonar nuestras convicciones más profundas o nuestro modo de pensar. Quiere decir que los vamos a querer siempre, aunque eso signifique corregirlos, hacerlos caer en cuenta de sus errores, advertirles de los peligros y también mostrar firmeza ante sus comportamientos inadecuados. El auténtico amor busca siempre el verdadero bien del otro, no su aprobación.

Yo creo que nunca hay que dejar de rezar por ellos. En realidad eso es lo único que se puede hacer y al mismo tiempo el fundamento de todo lo que se debe hacer. Una vez que crecen, queda orar más, esperar que no se equivoquen demasiado y estar allí para cuando necesiten un abrazo, un poco de consuelo o un consejo. Al final es así: ni nosotras ni nuestros hijos somos perfectos. De hecho, con la delicadeza y precisión que siempre lo ha caracterizado, el Papa Benedicto XVI decía que todo ser humano es una decepción, pero también una esperanza.

María es la mujer de la esperanza. A pesar de ser tan joven y tener que pasar por circunstancias tan complejas, confió en que Dios sabía lo que le estaba pidiendo y que Él se haría cargo de todo. Respondió con valor, aun sin saber lo que vendría. En su respuesta generosa se puede ver su forma de ser: no se derrumba ante las incertidumbres, ni cuando todo parece tornarse oscuro y amenazador. La solidez de su carácter sencillo, opaca cualquier protesta violenta, vence injurias y gritos hostiles, supera la ira y la tristeza, atraviesa todo mal, deja sin sentido todo espíritu de venganza, todo afán de revancha y lucha por el poder.

Lamentablemente hoy vemos muchas mujeres que dicen representarnos o defender nuestros derechos, entregadas a una guerra sin control, sin más horizonte que alcanzar el poder para lograr una venganza secular e ideológica que llaman justicia cuando no es otra cosa que envidia, ira y soberbia. Soy muy consciente de que hay injusticias muy graves, que hay abusos que hombres cometen contra las mujeres y que tenemos costumbres que erradicar de la sociedad y por eso lo digo: solo el amor puede sanar esas heridas, no la venganza  ni los destrozos, ni el odio contenido en la ideología de género que ve en las diferencias sexuales la razón de todas las injusticias, cuando es en el corazón de cada hombre y cada mujer que se incuba el mal y también la posibilidad de sanarlo.

El papa Francisco ha dicho bellamente de María: se nos aparece en ese instante como una de tantas madres de nuestro mundo: valiente hasta el extremo cuando se trata de acoger en el vientre la historia de un nuevo hombre que nace.

Como dice San Lucas, María conserva en su corazón toda la realidad y la medita. Nos hace falta esa calma y esa confianza para renunciar a querer controlar todo lo que pasa, para abandonar nuestras pretensiones de omnipotencia, para dejar que Dios sea Dios. La vida real no siempre es como queremos: viene con alegrías, dolor, tragedias, días felices, eventos incomprensibles. María también vivió todo eso. Y el lugar más patente es el Calvario, allí donde estuvo con el corazón destrozado por el dolor pero de pie, esperando contra toda esperanza y sosteniendo a la Iglesia naciente con su fe, expresión llena del Amor de Dios.

¿Cómo vivir la esperanza en medio de la crisis, de la dificultad, de la adversidad, del dolor? Contemplando a Jesucristo, a nuestra madre María y con esa luz mirar nuestra propia vida. Por eso quería terminar con estas líneas. No me gusta ponerme de ejemplo, sólo creo que tengo que compartir mi experiencia concreta de esperanza por si a alguien le sirve. Cuando Dios llamó a mi esposo Frank a su lado, una gran amiga me dijo: todo este dolor tuyo tiene que derivar en algo bueno, tienes que hacer algo con él. Yo he ido descubriendo que Dios me ha llamado a tratar de ayudar a otros a ver el sufrimiento con esperanza, con confianza en sus promesas, en el Único que realmente no defrauda. Básicamente porque no sé vivir la esperanza de otro modo, todo es efímero, pasa, se rompe, se termina, sólo Dios permanece.

Regreso a una de mis ideas iniciales: no es casualidad que seamos las mujeres a las que se nos ha encargado ser capaces de llevar a los hijos desde su concepción hasta su nacimiento en nuestro propio cuerpo. Hay Sabiduría en esa decisión. Tampoco es casualidad que tengamos una infinita capacidad de soportar dolor, físico y emocional. Se nos ha confiado algo, algo que se parece un poquito a como Dios ama a sus hijos. De hecho en la Escritura se compara el amor de Dios al de una madre por sus hijos. Tenemos la hermosa misión de transparentar ese amor.

Miremos siempre al corazón de María para aprender a ser madres y mujeres de esperanza y de fe. ¿Cómo mirar su corazón? Como con cualquier amiga, hay que conocerla, dialogar con ella, ver cómo reacciona, cómo actúa. Necesitamos una cultura mariana, conocer lo que la Iglesia enseña sobre ella, el papel que juega en la vida cristiana de la humanidad, lo que significa en la obra de la Redención, lo que le dice a cada hijo suyo. Es la Madre de Dios y no hay pecado en ella, y precisamente por eso, nos invita a vivir su vida como ella, mirando a Su Hijo Jesús, cerca al Señor. Porque ella lo educó, pero sobre todo, porque se dejó educar por Él. Y así se hizo madre nuestra y nuestra más grande amiga.

Claudia Quiroz Pacheco

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