La constante relación de los seres humanos (en tanto que racionales) con el Objeto, es decir, con el mundo que les rodea es el trending topic que sirve de fondo en las discusiones quitasueño de todas las edades. No es para menos, nuestro pensamiento regresa sobre esta relación justamente porque podemos pensar. Sin embargo, la discusión es aristosa. Se desgrana desde cada pequeño espacio irresoluto del proceso que las preguntas racionales (y, a veces, más creativas que racionales) pueden convertir en bifurcación. Para defender la tesis de este texto, trataremos de describir con precisión la secuencia de eventos que se suceden cuando un ser racional se encuentra con la realidad. Cada cual podrá asumir sus propios cuestionamientos a esta exposición, guardarlos para sí o hacerlos llegar a los demás. La cuestión es ejercitarnos en el ejercicio.
Comencemos por distinguir entre cuestiones externas e internas al hombre. Por externo nos referimos al conjunto de cuestiones físicas, preexistentes al sujeto de la experiencia. Por interno, a la respuesta cognitiva o emocional del hombre, que aún no se ha plasmado en conductas o ideas, y que corresponde a la respuesta espontánea del ser consciente que atraviesa una experiencia. De otra manera: externo refiere a la tinta; interno, a la impresión.
Primero, existe algo fuera del hombre (si no existe, podemos suspender aquí el debate). Luego, el hombre coincide con este algo. Como tiene sentidos, lo percibe. Mira, huele, toca, escucha, saborea (Inserte aquí toda la serie de verbos que los sentidos pueden provocar). Desde aquí surgen ideas para agrupar la imagen que se recibe de fuera de uno; ideas que, por último, el conocedor manifiesta.
Se piensa que las manifestaciones son diversas: implícitas en la conducta, mostradas en formas de arte, expresas al verterse en palabras, etc. Pero al referirnos a las percepciones sobre la realidad externa, tenemos una forma básica de expresión: la descriptiva.
Las demás expresiones no denotan sólo la información recibida por los sentidos; son formas de manifestar lo que se percibe de dentro. Se trata de otro tipo de contenido; no menos real, pero que proviene de diferente fuente. No de fuera del sujeto, sino sujetivo, subjetivo.
Tendemos, después de los paradigmas positivistas, a pensar que lo subjetivo tiene poco o nada de real. Nos hemos convencido de que es necesario aislar lo objetivo (que suponemos real) separándolo clínicamente de las imaginaciones propias de la subjetividad. Así, lo racional es solamente aquello que proviene de la experiencia sensible (si puede llamarse experiencia una vez que se ha suprimido todo lo propio del sujeto).
Sin embargo, toda verdad busca una forma de hacerse notar. Cuando un paradigma erróneo deja huella en una generación, la siguiente reacciona con ideas-protesta que, conducidas por un resentimiento profundo o una simple idealización de lo desconocido, buscan reivindicar el valor de algún tópico relegado por la anterior. Son hijas de la visión crítica e inconformista de la realidad, aunque puedan estar sesgadas por este mismo afán de rebeldía, sin verdadera reflexión profunda.
Así surge el idealismo. Las ideas ya no se juzgan como equivocadas o no (porque si bien su existencia es verdadera, su contenido en sí mismo no constituye verdad). En él, a la manera de los objetos del exterior, los productos de la mente y la experiencia interna son considerados verdad en todo su conjunto. No se trata del rescate de las ideas y sentimientos surgidos en el interior del hombre considerando sus diferencias respecto a lo que se encuentra en el exterior sino, de asumir toda esta fenomenología interna con las atribuciones objetivas de la externa.
Aquí es necesario hacer una distinción entre las emociones despertadas por un estímulo externo (experiencia que, como pasa con ellos, es espontánea y propia del ser humano) y las ideas, que son más bien, hijas de la construcción (siempre interna) del sujeto a partir de la experiencia. Hacer caso omiso de esta distinción, es lo que lleva a los vicios del idealista.
Ahora bien, bajo estas premisas, idealista es aquel que no expone su idea al cuestionamiento, porque esto supone contrastarla, es decir, dudar de su veracidad. Esto le quitaría el carácter central a la idea para dar lugar a la evaluación de su proximidad con la realidad. En esta perspectiva esto es impensable. La idea no debe ser evaluada, constituye una verdad en sí.
Los discursos demagógicos, los afanes de omnisciencia y haber descubierto la solución a toda cuestión, se incluyen en el grupo de ideas incontrastables propias del idealismo. También están la terquedad ante la evidencia, la necedad y la negación. El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.
El idealismo no es, como algunos superficialmente suponen, una idea tirada de los cabellos (la sustentación filosófica de estas ideas no será expuesta aquí, pero su elaboración en mentes brillantes a lo largo de la historia, nos lleva a la humilde aceptación de cómo hombres muy inteligentes se pueden enredar en sus propias mentes si no ven la realidad), sino la extrapolación de un defecto humano y constante en el tiempo, que deforma la idea, que es un reflejo de la realidad, hasta convertirla en su interpretación total e indiscutible de la misma. Como si el ser humano no transformara la realidad desde una realidad preexistente, sino que la construyera de la nada.
En el idealismo está tan construida la realidad, que incluso en actos simbólicos se espera un efecto real. No al revés. Manifestaciones de este proceder sobran en todos los ámbitos de la vida humana. Por ejemplo, muchos movimientos sociales que vemos en estos días no se manifiestan en acciones reales, en una forma de conducir la vida sino que se limitan a la discusión en redes sociales, a la protesta romántica para intentar provocar el cambio de patrones de conducta social generalizados. Es cierto que la protesta visibiliza los problemas, pero el trabajo los resuelve. Las grandes transformaciones han sido fruto del trabajo de hombres para modificar la realidad, no de la difusión de ideas sin que se conduzcan a la acción. Esto último sólo tiene sentido en un mundo de ideas.
Ahora bien, es obvio que las ideas son importantes. Son el sustrato racional sobre el que descansa el origen de nuestras obras, si somos coherentes. Estas obras contribuyen a mejorar la realidad a nuestro favor si están alineadas con ella.
El realismo es consecuencia, quizás, del conocimiento y, definitivamente, de la apertura a la realidad. Supone que el principio de verdad es la realidad; es decir, puedo estar equivocado o no con respecto a ella. No implica disuadir cualquier tipo de afirmación; porque, en primer lugar, la realidad existe y el intelecto humano, también. Incluso suponiendo que la realidad fuera incognoscible; si me empeñara en realizar afirmaciones al azar sobre las cosas, algunas necesariamente estarían más cercanas a la diana inmóvil de la realidad que otras (inmóvil con respecto a las ideas vertidas; pues aunque Heráclito tuviera razón, un tópico en discusión es capaz de ser abstraído aislando mutaciones y convertirse en el punto de referencia). Si la aplicación de diferentes teorías (ideas explicativas de la realidad) mediante la técnica, significa que, en efecto, podemos manipular la realidad a nuestro favor para alcanzar un fin preconcebido, es lógico suponer que, en algún grado, la realidad es cognoscible. Negarlo a priori escapa al lógico raciocinio.
Bien pues, ¿Son las ideas de la subjetividad dañinas? ¿Utópicas? ¿Estorbos? Depende de nuestro fin y de los principios de los que partimos. Si el ser humano es para nosotros una máquina que se auto-perfecciona en el abandono de su personalidad y tiene valor de acuerdo a su funcionalidad para el Estado, el capital, el mercado o la especie, sí. Pero nadie puede sostener esta afirmación en la vida práctica sin fatales consecuencias ni una pronta desaparición. Aunque varios intentos se han hecho, el materialismo y todos los intentos de limpieza racial por genocidio son producto de limitaciones de la visión de perfección del hombre a las cuestiones materiales, objetivas de los grupos humanos.
Todos tenemos ideales, deseos y valores para las cosas, que tienen una buena proporción de fundamento en la realidad, pero que necesariamente la superan. Salir de casa pensando que se va a volver; invertir en estudios de larga duración porque se espera terminarlos; devolver una billetera encontrada, por una cuestión de principios; tener esperanza en que va a mejorar tal o cual situación grave; sacrificar la vida y el tiempo por algo mayor que uno. Son ideas las que le permiten al hombre crecer o destruirse como tal.
Crear algo nuevo, es hijo también de las ideas; ahí está el arte: las manifestaciones intencionales de la interioridad. Las ideas efectivas son las que parten de la realidad, creando algo nuevo en el interior del hombre y se devuelven transformando lo objetivo. La intencionalidad es una cuestión totalmente sujetiva. Una intención que no se queda en sí, sino que transforma. Las ideas nos permiten participar de la creación.
Es la sujetividad lo que nos hace decir que algo es más humano. El amor, la justicia, la paz, la belleza, etc., pueden ser principios universales; pero solo se encarnan en sujetos racionales. El arte solo puede ser apreciado desde la sujetividad del hombre. Las emociones y sentimientos, aunque pueden ser modificados con voluntad, nos ocurren, nos despiertan ante la realidad objetiva. Y aun así, son propias del sujeto.
De aquí, la conexión. Las noticias, la información, los conocimientos compartidos, son testimonios de la realidad objetiva. Hoy es la calamidad sanitaria, una enfermedad en expansión y otros desastres. Ante eso, hay una reacción sujetiva: miedo, indignación, tristeza, desesperación, indiferencia. Ambas, realidad y reacción, pueden ser transformadas, en cuanto esta vivencia interna modifique la realidad o en cuanto nos esforcemos porque la realidad externa modifique nuestros sentires internos. Estos movimientos se dan en mayor o menor medida, con consciencia o sin ella, pero qué conveniente sería que las graves circunstancias generaran reacciones a su altura. Por lo menos, para todo aquel que crea que la realidad es la medida de la verdad.
Débora Rodriguez Meza