La tarde de un escritor es una novela de Peter Handke, autor alemán premiado el año pasado con el Nobel de Literatura. Se trata de un texto corto, pero abundante en descripciones audaces y lúcidas que introducen fácilmente al lector en el mundo del texto. Este corto librito tiene como argumento fundamental el relato de un día habitual de un escritor que se encuentra también ante el atardecer de su propia carrera. El escritor decide dar un paseo y en el camino, sin saberlo, describe la realidad con una maravillosa profundidad que después no parece capaz de esculpir en el papel. Mi reflexión sobre esta lectura se concentra en una escueta descripción del trabajo del artista que Handke hace de la siguiente forma:
He empezado a escribir bajo el signo del relato.
Hay que seguir. Dejar que las cosas existan.
Hacerlas plausibles. Exponerlas. Legarlas.
Seguir elaborando la más fugaz de las materias, tu aliento;
ser su artesano.
Es el descubrimiento de un artista, más precisamente de un escritor: componer es poner el mundo en orden, hacerlo comprensible, desplegar toda la condensación del ser-en-el-mundo mientras se esculpe delicadamente en el papel. Cuando terminaba la corta novela de Handke, pensaba en esas palabras que el escritor en su ocaso enunciaba como reencontrando el sentido de su propia profesión.
En parte, el texto nos relata el contraste de interioridad que se oscurece frente a la luminosidad del mundo. El escritor preocupado por ser iluminado, por captar el orden de las cosas, se ve envuelto por su propio ruido, encadenado por la fuerza de su intuición, entumecido por el dolor de la observación e incapacitado para escribir por el frío de sus manos. Exigido por la novedad, fue perdiendo el valor de la cotidianeidad. Por eso, a la luminosidad del día se le oponía el ocaso de su corazón. Un atardecer lento que se parece mucho al mecanicismo que vivimos hoy en día.
Pensaba en mis adentros que esta imposibilidad no es sólo del escritor profesional. En realidad, si pensásemos, como Aristóteles, que todos los hombres somos poetas por naturaleza, entonces, habría que reconocer que todos somos también esos autores en búsqueda de orden y de luz.
Habrá que dejar que las cosas existan. Dejarlas ser, aunque el dolor de no poderlas controlar con un pensamiento, con un sentimiento o con una opinión nos lacere el alma. Es la fuerza de estar envueltos en el misterio. El misterio no se le domina, sino que se le contempla. Esa contemplación es la que nos permite configurarlo en el arte, en la literatura, en la poesía, en la música, en la pintura y, sobre todo, en la vida buena.
A veces pienso que nuestro mundo esta tan preocupado por decir, por escribir, por componer todo nuevo que ha huido del refrescante dolor que produce experimentar el mundo cotidiano con libertad. Ese mismo mundo que nos dice que, cuando el interior humano está desordenado, produce caos, oscurece la realidad y nos convierte en un mero engranaje de su propio sistema. Me parece que los eventos que vivimos como mundo y como país nos invitan a pensar en esta verdad de sentido común. No podemos pedirle al mundo más luz porque los que estamos ciegos somos nosotros. Habrá que oponer al ocaso de la tarde y al miedo a la noche, la esperanza de un mañana lleno de nuevas oportunidades.
Pensaría yo que la clave está en saber ser artesanos de la realidad y de la vida buena. El arte que no es pura repetición, ni puro hábito, sino renovado esfuerzo por alcanzar la libertad de las formas escondidas en la aparente rudeza del mundo. Sin una libertad responsable y que crea firmemente en la verdad y en el bien, será difícil pensar un mañana con luz. Está claro que el primer trabajo por realizar está en el propio corazón. Si no luchamos allí, el mañana será nuevamente solo el camino hacia el ocaso.
Juan David Quiceno Osorio