Pandemia y oportunidades

Como todas las catástrofes, y esta pandemia no es la excepción, las epidemias siempre han sido escenario de lo más grande y de lo más abyecto del ser humano. En eso se parecen todas al juicio universal. Es que en todas se acaba el mundo, por lo menos como lo vivimos hasta que aparecieron. Y en todas enfrentamos la verdad sobre nosotros mismos.

La pérdida de control, la desaparición repentina de la seguridad y la incertidumbre sobre nuestra supervivencia son como un reactivo que saca a la luz lo que tenemos en el corazón: cobardía o valor, abnegación o egoísmo, superficialidad o inteligencia, previsión o imprudencia. La primera reacción es la que devela el hábito secreto, la forma de pensar sin pensar que uno tiene dentro.

La absurda acumulación de papel higiénico a la que buena parte del público se ha dedicado evidencia una grave falta de sentido común. La lluvia de chistes, memes y bromas manifiesta una superficialidad monstruosa disfrazada usualmente de buena cara para enfrentar la calamidad, cuando no es otra cosa que inconsciencia, falta de solidaridad o cobardía.

El torrente de información falazmente tranquilizadora es otra reacción absurda: la epidemia no se detendrá con actitudes de autosuficiencia o ninguneo, al coronavirus parece no importarle que lo desprecien o exorcizen con datos estadísticos y proporcionalismos.

El bombardeo de falsa astucia por la que algunos buscan encontrar un psicosocial, una estrategia económica de China, USA, Soros, los iluminati, o los ovnis, muestra muy claramente en qué están pensando esas personas y cómo detrás de esa suerte de inteligencia especial que nadie más que ellos tienen, evitan la responsabilidad de sus propias vidas culpando a las grandes conspiraciones.

Amigos: todo eso sobra ahora. Nada de eso ayuda. La epidemia nos iguala: riqueza, nacionalidad, cultura, belleza, ventajas o diferencias de cualquier tipo, cargos, oficios etc., todo se hace irrelevante.

Y la tarea de todos es tan simple que un niño pequeño la puede entender. En ellas se verá nuestra bondad o maldad. Se reduce a tres cosas básicas:

  1. Higiene extremada. Claramente no basta la higiene normal. Lavarse las manos es un factor fundamental. Aunque no todo tenga coronavirus, todo lo que tocamos tiene gérmenes que pueden debilitarnos. Tocarse la cara lo menos posible y, de hacerlo, hacerlo con manos limpias. El virus se transmite por contacto. Por eso debemos suprimir besos, abrazos, saludos con la mano. De hacerlo, lavarse las manos y usar algún desinfectante (alcohol).
  2. Aislamiento. Una cuarentena no son vacaciones. Evitar en lo posible visitas, lugares cerrados, aglomeraciones. Es muy lógico: con más gente reunida, hay más posibilidades de contagio. No es necesario acumular víveres de forma descontrolada.
  3. Alimentación. Todo bien cocido y, lo que no, bien lavado y desinfectado.

Lo bueno de lo malo de esta situación es la oportunidad. Estar aislado con la familia es un excelente espacio para orar, pensar, evaluar, dialogar, desempolvar juegos, cocinar juntos, armar rompecabezas, leer lo que nunca se leyó, dibujar, pintar, hacer manualidades. Es la bendición del ocio. Grandes inventos y obras de arte se hicieron en el aislamiento.

Otro factor muy importante es el recuerdo de la muerte. Es una inagotable fuente de sabiduría universal. Sopesar la fragilidad de la vida temporal y justamente por eso su infinito valor para Dios mismo, es un fruto de incalculable riqueza que podemos cosechar en estos días que -no deja de ser providencial- son cuaresma, tiempo de conversión.

José Manuel Rodríguez Canales

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