Pedro Morandé[1] en un pequeño ensayo sobre religiosidad popular plantea una sugerente tesis de interpretación del fenómeno religioso en Latinoamérica. Según el autor chileno las élites ilustradas en nuestro continente son el depósito de la memoria ética del cristianismo, mientras que las clases populares practicantes de la religiosidad popular serían el depósito de la memoria óntica. Lo primero se refiere a la reducción del catolicismo a su componente ético y, con ello, al juicio de toda experiencia pastoral de la Iglesia por sus resultados morales. Lo segundo, señala la experiencia del encuentro y del misterio, propias de la fe expresada públicamente en procesiones, peregrinaciones y devociones, algo mucho más cercano al ser que al hacer, al contemplar que al poder.
Como un componente del origen de esta fractura, Morandé indica el nacimiento de los Estados Nacionales profundamente vinculados a la ilustración francesa laicista y al moralismo de corte jansenista. La lógica de la ilustración que está en la base de las leyes y organización política de los Estados Nacionales intentaría rescatar lo más racional de la experiencia religiosa cristiana arraigada en América durante los tres siglos de Virreinato para que sirva a los fines del nuevo gobierno. Y lo más racional aprovechable para el ordenamiento de la nación es la dimensión moral o ética del discurso católico. No en vano Voltaire diría: no me importa si mi mujer y mi sirvienta son católicas si gracias a ello me roban menos.
Pienso que comprender y sanar esta fractura entre la ética y la ontología de la fe católica es de capital importancia para la identidad de nuestro país. La crisis política, económica y cultural que vivimos está vinculada a la pobre comprensión de los valores que no tienen más base que la mera declaración o exhortación ética. Algo así como decir es bueno ser bueno porque es bueno, y si a eso le añadimos que es bueno para el Estado pues lo que tenemos es este clima de cinismo que respiramos hoy. Se estila hablar de una crisis de valores cuando la crisis es de las personas que nos hacemos cada vez más insensibles a ellos por la ausencia de una visión de sentido y futuro. Esta visión de futuro, en el caso del Perú está hondamente vinculada a su raíz católica que se expresa como fe hecha cultura. Y si esta raíz está fracturada, lo que brote de ella también lo estará.
El Perú es un país que, a pesar de las gravísimas incoherencias internas de sus líderes y el desprestigio justo o injusto que sufre, reconoce en la Iglesia Católica a la institución con mayor credibilidad entre las que se presentan en su vida pública. Esta credibilidad tiene muchas razones, algunas más nobles que otras[2]. Sea como sea tiene una larga historia en nuestra cultura. Las manifestaciones de fe popular como la inmensa procesión del Señor de los Milagros o las peregrinaciones al santuario de la Virgen de Chapi evidencian la vida de lo que fue la primera evangelización[3].
El esfuerzo evangelizador y civilizador de las órdenes religiosas que vinieron al Perú como expresión de la compleja concepción patriótico-religiosa de la España de la reconquista, dejó huellas tan hondas en la composición cultural que estas regiones nunca volverán a ser las mismas. Estas huellas tienen evidentemente luces y sombras. Lo que sí es un hecho es, que más allá de errores y tropiezos -que deben ser leídos según la óptica de la época y no la nuestra-, se dio una evangelización y se insertaron valores reales sobre valores reales que ambas culturas, la hispánica y la aborigen, portaban, creándose así una nueva realidad mestiza.
La leyenda negra que se hizo de esta historia a partir de la independencia, tiene que ser revisada porque parte de prejuicios muchas veces inventados por la necesidad de producir una nueva identidad acorde con las ideas ilustradas[4]. Y, obviamente, no puede ser reemplazada por una leyenda rosa.
Las tesis indigenistas han contribuido a construir este lugar común que, a mi entender, genera una visión simplista e irresponsable de la propia historia nacional: vinieron los españoles y se llevaron nuestro oro. Y además lo hicieron con ayuda de la Iglesia. Por lo tanto, somos solamente una colonia abandonada que debe reconstruir sus raíces indígenas y recuperar lo robado[5] por España y la Iglesia. Con esta lectura nos colocamos, y sobre todo, colocamos a nuestros jóvenes, frente a una misión imposible y absurda que sólo genera frustración y complejos, en primer lugar, porque nadie puede regresar al pasado, en segundo lugar, porque es una historia parcial -oficial diríamos- escrita desde la ilustración que sostenía la independencia y, en tercer lugar, porque nada se construye si no se resuelven los conflictos. Se hace necesaria una reconciliación para superar falsas oposiciones y lograr una visión más serena e integrada de la realidad nacional.
Nos guste o no, nuestras familias vienen de esta síntesis hispano-aborígen y posteriormente negra, china, japonesa y cuantos otros aportes raciales y culturales han llegado a nuestras costas[6]. Y en todos estos mestizajes, el catolicismo ha jugado un papel fundamental.
Esta esquizofrenia que se mueve entre lo ético y lo óntico -es decir el hacer, dominar y juzgar y el contemplar, vivir y ser– no es un mero dato curioso sobre un asunto privado llamado religión católica. Atraviesa nuestra cultura de parte a parte y desdibuja la identidad nacional al punto que ser peruano no parece tener asideros fuertes de motivación. Carecemos de modelos históricos. Los héroes creados desde la independencia con una cierta mistificación[7] para reemplazar de alguna manera a los santos, no alcanzan para sustituir una fe que, a pesar de los errores humanos fue, es y puede ser, una base sólida y ordenadora de la vida social en nuestro país. Desde la perspectiva de la Iglesia, esta fe requiere hoy una reconciliación de fondo que consiste, a mi modo de ver, en el esfuerzo de los católicos –que todavía somos una mayoría, por lo menos nominal- de conocer su contenido, celebrar con dignidad los sacramentos, luchar por ser coherentes con la gracia y cultivar una auténtica vida de oración inspirada en los Evangelios.
La reconciliación es una categoría indispensable para que el crecimiento del país en sus propios términos culturales. Sin ella la identidad es imposible. Es un trabajo arduo y complejo, personal y social, de políticas de Estado pero también de educación familiar. No alcanzará con sólo anunciarla y se la traicionará si se la convierte en bandera contra otras posiciones, no se puede construir sobre las fosas comunes ni tratar de imponerla mediante la manipulación y la propaganda, no se la puede poner al servicio de intereses políticos ni casarse con partidos del color que sean. Su origen hay que buscarlo en el origen mismo de la nación peruana, evitando en lo posible tanto romanticismos fáciles como conflictos inacabables. Y en ese origen, la raíz católica es indispensable para comprendernos a nosotros mismos.
[1] Morandé, Pedro, Iglesia y cultura en América Latina, editorial VE, Lima, 1994, pp. 95.
[2] Parodi, Jorge, La política y los pobres de Lima y Santiago, CEDYS, 1992. p. 109
[3] Señalo solamente estas dos pero el elenco de devociones y celebraciones populares es realmente interminable.
[4] Uno de los ejemplos de esta lectura es el mismo himno nacional que habla de “tres siglos de horror” exagerando notablemente las miserias de un periodo de la historia que está muy lejos de ser eso. Henri De Lubac, célebre pensador jesuita da una norma de justicia para con la historia que siempre debería respetarse: para criticar una época habría que haberla vivido y para condenarla habría que no deberle nada.
[5] Numerosas voces se alzaron con motivo del quinto centenario del descubrimiento de América para gritar que la Iglesia debía callar por los males que hizo. De la misma manera se interpreta la petición de perdón del Papa por los errores cometidos por los hijos de la Iglesia a lo largo de la historia, cosa que no es ninguna novedad ya que todos los cristianos pedimos en el Padre Nuestro que se perdonen nuestras deudas. La Iglesia no pide perdón por existir y por evangelizar.
[6] Ahí está el viego adagio atribuído a Ricardo Palma: “en el Perú el que no tiene de Inga tiene de mandinga”.
[7] Los héroes y la causa de la independencia cuando se ven en su contexto real muestran fuertes contradicciones que se expresan por ejemplo en la aguda polémica desatada justo después sobre el gobierno de la Nación, si debía ser una Monarquía constitucional o una República. Ganaron los republicanos pero ¿Era realmente el mejor método de gobierno? Y si lo era ¿Eso los convertía en héroes?. Para una mejor comprensión de este problema se puede ver: Contreras, Carlos; Cueto, Carlos, Historia del Perú Contemporáneo, IEP, PUCP, UP, Lima, 1998, pp 58-60.
José Manuel Rodríguez Canales