La teología de Toy Story

Antes que nada: lea con confianza, este es un post libre de spoilers.

Desde 1995 ya son cuatro las películas que conforman esta popular saga de Pixar. El disparador de los argumentos de todas es la relación que se establece entre un niño y su juguete. La metáfora es hermosa y genial. Su belleza toca la infancia con gran delicadeza, despierta en el espectador una añoranza dulce, una nostalgia de la propia niñez, un despertar de la memoria a la primigenia inocencia que permitía que la imaginación se elevara para establecer con el mundo un juego que parecía interminable y que, en el fondo, lo es, solo que lo olvidamos. La genialidad está en la creatividad inagotable con la que los creadores de estas historias exploran y abren nuevos argumentos con los mismos temas: la autenticidad, la lealtad y la solidaridad.

La autenticidad se establece justamente en la relación con el niño que crea la identidad del juguete. Antes de ser regalado y recibido, el juguete es un objeto idéntico a cualquiera de los que como él han sido producidos en serie; una vez que ha sido dado gratuitamente -que en eso consiste el regalo-, el objeto juguete pasa a convertirse en un amigo fiel, como dice la canción temática de fondo, cuya letra -como muchísimas otras cosas de esta historia de juguetes- está llena de sentido profundamente humano: tal vez hay seres más inteligentes, más fuertes y más grandes que yo, ninguno de ellos te querrá como yo a ti, mi fiel amigo. Una descripción precisa de la amistad, que no depende de virtudes o defectos, sino que es una elección siempre renovada del amigo, una elección además que siempre es sorprendente y gratuita: no se puede planificar ni calcular, sólo se puede recibir y agradecer.

La lealtad es la consecuencia directa de la autenticidad, uno de sus componentes esenciales. Podríamos decir que es su prolongación en la relación con el otro. Sólo las personas auténticas, es decir, aquellas que no temen buscar, encontrar, recibir ni decir la verdad sobre sí mismos, pueden ser leales, porque no tienen nada que esconder. En las cuatro películas, la gran moraleja es que la lealtad es la única forma de ser auténtico, que es un sinónimo de ser feliz.

Por último, la solidaridad que se establece entre los personajes se expresa en la permanente voluntad de ayudar el que sufre o está abandonado. La permanente obsolescencia de los juguetes genera entre ellos una gran unidad, una gran conciencia del mismo destino que los hace convertirse en una especie de familia, de comunidad de amigos buscando el sentido de la vida y, paradójicamente, encontrándolo en la misma búsqueda.

Y bueno, como la autenticidad, la lealtad y la solidaridad son necesidades profundamente humanas, Toy Story se convierte en una historia realmente interminable. Porque es una dulce parábola sobre la misma vida interminable que Dios nos ha dado. Y esa intuición no se escapa al espectador atento.

José Manuel Rodríguez Canales

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