La presunta violencia del cristianismo

Es un lugar común muy actual, afirmar que el cristianismo es fuente de violencia contra otras religiones y culturas en la historia y en el mundo. Para probarlo se citan los numerosos pasajes y procesos de la historia en los que cristianos hicieron la guerra, ejercieron violencia y cometieron evidentes injusticias. Más allá del necesario análisis de circunstancias y precisiones indispensables sobre ciertas leyendas negras, es innegable que los cristianos, como cualquier persona, sea de la religión que sea, hemos hecho, hacemos y probablemente haremos mal a nuestros semejantes. El problema es que todo esto no es una afirmación del cristianismo sino su negación. En otras palabras: la violencia ejercida por los cristianos no brota del cristianismo sino de la incoherencia con él. En este artículo discutimos, con toda claridad y respeto por los que la sostienen, la difundida opinión de que son las bases mismas del cristianismo las que generan la violencia.

Para algunos pensadores, la lógica metafísica sería una manifestación de esta violencia. Por citar un ejemplo, relevante sobre todo por su fama y celebridad, el pensador turinés Gianni Vattimo escribe, refiriéndose a Heidegger:

«El rechazo de Heidegger a la metafísica, como queda claro en Ser y Tiempo, está motivado por la violencia con la cual la metafísica reduce el ser – y en particular la existencia humana – a la objetividad cuantificable y un mecanismo racionalizado. Sin embargo, podría sugerirse que la violencia que Heidegger ve presente (aunque de diferentes maneras) tanto en el logos de Heráclito como en el de San Juan es la violencia de la metafísica que el pensamiento debe superar»[1].

Como es sabido, según Heidegger, la lógica metafísica se basa en aquella concepción “vulgar” del tiempo para la cual, como señala Derrida, «lo existente […] es comprendido por referencia a un determinado modo del tiempo, el “presente”» y «el pasado y el futuro siempre están determinados como presentes pasados o presentes futuros»[2]. Para el filósofo francés, de hecho, la historia esencialmente está estructurada como un desplazamiento inagotable, como una repetición interminable en la que nunca se ha presentado el pasado (y el futuro nunca se presentará). Para él, la idea del «“tiempo” en general»[3], es decir, la idea de que, precisamente, el pasado ha sido presente alguna vez, no refleja la estructura original de la historia, sino que es solo una idea que surge del afán humano de buscar un centro, un fundamento.

La tesis derridiana tiene mucho que ver con el cristianismo. El concepto de tiempo en general, de hecho, no solo caracteriza el “afán de verdad” que afecta a la conceptualización metafísica, sino también aquello que afecta a la conceptualización cristiana.  Roberto Rossi destaca:

«[Con el cristianismo] la Verdad, la Vida, el Mito, lo Sagrado, el Orden se convirtieron en historia, es decir, entraron en lo profano: el mito y lo sagrado fueron reemplazados por la persona histórica de Jesús de Nazaret que agotó en sí mismo todos esos significados, resumidos en la presencia revelada que es la base de la historia»[4].

Es cierto que la concepción judaica del tiempo lineal difiere de la concepción griega del tiempo cíclico, pero también es cierto que ambas concepciones están estrechamente vinculadas a la idea de centro y fundamento. Cristo mismo es el “primer testigo”, no sólo porque precede de forma temporal a todos los demás testigos de la Revelación cristiana que se han ido sucediendo a lo largo de la historia de la Salvación, sino también porque constituye el centro y el fundamento de su testimonio. La perpetuación en el tiempo de la mediación testimonial de los Apóstoles sólo puede verse como una sucesión de eventos que se fundamentan todos en el evento central de la Resurrección. Así, el cristianismo se funda en realidad, en una “metafísica de la presencia”, es decir, los cristianos creemos en Alguien vivo y actuante en la historia, no en una idea a imponer, sino en un encuentro con Dios que compartir.

Si la “metafísica de la presencia” consiste en una serie de imposiciones, como el centro, la verdad y la autoridad; y si la religión cristiana está dominada por esa metafísica, parece difícil que la Iglesia establezca un diálogo interreligioso sincero. Incluso hay filósofos que, como Vattimo, definen el vínculo entre el cristianismo y la metafísica como una alianza capaz de engendrar violencia[5]. Siguiendo las huellas de Heidegger y Derrida, el máximo representante del pensamiento débil sostiene:

«La violencia se infiltra en el cristianismo cuando se alía con la metafísica como ciencia del ser en cuanto ser, es decir, como conocimiento de los primeros principios. Las razones y circunstancias de esta alianza son múltiples. Se puede comenzar por la responsabilidad que la Iglesia debe heredar por ser el único poder temporal en un mundo devastado por la disolución del Imperio Romano. Pero también existe, y más profundamente, la identificación de la existencia cristiana con la existencia filosófica concebida a la manera clásica; al elevarse hasta el conocimiento del primer principio, al asimilarlo (en la línea Platón-Plotino), el hombre realmente se da cuenta de su propia humanidad»[6].

Tiene razón Vattimo al describir la alianza entre el cristianismo primitivo y la metafísica procedente básicamente de Aristóteles, Platón, Plotino y otros pensadores. Lo discutible es si la afirmación del Ser como tal que asume el cristianismo, sea algo arbitrario, sectorial, cultural que quiera imponerse a los demás por la violencia y no por la racionalidad que precisamente el cristianismo reconoce en la metafísica. Siguiendo a su Fundador que se afirma a sí mismo como la Verdad, la Iglesia asumió la metafísica para categorizar el Misterio de Cristo, de allí su pretensión histórica de ser depositaria de la verdad.

Esta pretensión de la Iglesia de ser depositaria de la única verdad que salva, parece contradecir la invitación del Vaticano II a «un prudente y sincero diálogo»[7] sobre Dios con los no creyentes. No tendría sentido dialogar, bastaría con imponer efectivamente la verdad. Pero ¿Cuáles podrían ser las condiciones para dicho diálogo, si partimos de la convicción de estar del lado correcto? Vattimo sostiene:

«La condición para cualquier diálogo auténtico es que cada uno de los interlocutores asuma explícitamente su condición de parte involucrada, se dé cuenta y explique al otro interlocutor sus propios prejuicios o, más generalmente, su propia identidad, sin sentirse desde el principio como quién sabe más y puede guiar el diálogo hacia los resultados esperados, ya conocidos como “verdaderos” […]. En las nuevas condiciones de las relaciones entre los diferentes pueblos y culturas, en el mundo postcolonial, el cristianismo no puede pensar en cumplir su vocación misionera constitutiva al enfatizar su especificidad doctrinal, moral y disciplinaria. […] La hospitalidad – me refiero aquí a Jacques Derrida – no se realiza excepto cuando nos ponemos en manos de un huésped, confiando en él, aceptando así la posibilidad, en el caso del diálogo intercultural o interreligioso, de que es él que tiene razón»[8].

Más allá del hecho de que la confrontación interreligiosa no es una mera comparación de opiniones que eventualmente puede llevar a uno de los interlocutores a la conciencia de no estar en lo cierto acerca de los principios de su fe, debe notarse que los que enfrentan un diálogo con sinceridad y con respeto por el otro no necesariamente tienen que estar exentos de certezas en relación con el tema tratado o, en todo caso, renunciar a lo que, en relación con este tema, cree que es cierto. Puede haber un diálogo genuino, incluso cuando las partes involucradas intentan convencer al interlocutor de la verdad absoluta de su posición. En este sentido, son iluminadoras las palabras de Leonardo Rodríguez Dupla, el cual dice:

«Un malentendido muy frecuente consiste en pensar que solo el que da igual dignidad a todas las opiniones es tolerante. Por otro lado, los que se adhieren firmemente a un principio, digamos de naturaleza ética o religiosa y, en consecuencia, lo consideran no negociable, se consideran intolerantes e incluso potencialmente peligrosos para otros, ya que se da por sentado que si el hombre con convicciones estrictas no los obliga a otros, es solo porque no está en condiciones de hacerlo. De acuerdo con esta manera de ver las cosas, la persona civilizada y tolerante siempre mantiene, digamos, una cierta distancia de sus propias opiniones. No está totalmente identificado con ellos y es consciente de su carácter hipotético. Al dialogar con otras personas sobre algún tema controvertido, expresará abiertamente su opinión, pero la considerará como una hipótesis y no como una certeza, ni mucho menos como algo por lo que vale la pena dialogar con el otro. Un defecto de esta forma de ver las cosas consiste en ignorar la diferencia que existe entre considerar que una opinión es verdadera y querer imponerla a los demás. Obviamente, si esta diferencia no existiera, toda persona con principios sería un peligro para los demás. Pero sucede que existe la diferencia»[9].

La Unicidad de Cristo y la verdad absoluta de su mensaje de salvación no son hipotéticas y no pueden negociarse, pero solo pueden ser consideradas fuentes de intolerancia y violencia por los que no hacen uso de la distinción que existe entre estar convencido de una verdad y querer imponerla a los demás.

El verdadero cristiano que dialoga con los fieles de otras religiones no quiere imponer la “buena nueva” a toda costa, sino mostrar – apelando precisamente a la razonabilidad – la validez de los preámbulos de fe y los motivos de credibilidad[10]. No solo eso, mantener sus principios religiosos en un diálogo interreligioso no impide escuchar a quienes adhieren a otro credo en un contexto de paz. Todo lo contrario. El que da su consentimiento a las verdades de la fe como certezas sin error, está obligado a «conocer y apreciar la vida religiosa de otras personas»[11], porque esto, además de enriquecerlo a nivel cultural y hacerlo crecer a nivel humano, «le permitirá también comprender mejor y proponer una proclamación del Evangelio más adecuada para sus interlocutores»[12]. Comprender las otras realidades religiosas con las que nos enfrentamos es de alguna manera un requisito esencial para un cristiano: por un lado fomenta el diálogo y la paz, y por el otro nos permite valorar nuestro propio camino de fe y vivirlo más plenamente.

Si el diálogo interreligioso está estrechamente relacionado con la valorización de un auténtico camino de fe, el testimonio, como lo destaca el Concilio Vaticano II, expresa mejor «la modalidad cristiana de diálogo con otras culturas y religiones»[13]. En el Ad Gentes está escrito:

«Todos los fieles cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio de la palabra el nombre nuevo […]. Para que los mismos fieles puedan dar fructuosamente este testimonio de Cristo, reúnanse con aquellos hombres por el aprecio y la caridad, reconózcanse como miembros del grupo humano en que viven, y tomen parte en la vida cultural y social por las diversas relaciones y negocios de la vida humana. […] Como el mismo Cristo escudriñó el corazón de los hombres y los ha conducido con un coloquio verdaderamente humano a la luz divina, así sus discípulos, inundados profundamente por el espíritu de Cristo, deben conocer a los hombres entre los que viven, y tratar con ellos, para advertir en diálogo sincero y paciente las riquezas que Dios generoso ha distribuido a las gentes»[14].

Contrariamente a lo que algunos pueden pensar, «el reconocimiento de la igualdad de derechos en otras culturas» no requiere que la Iglesia «abandone las actitudes “misioneras”, es decir, la pretensión de llevar la única verdad al mundo pagano»[15], ya que la primera vía que la Iglesia está obligada a recorrer para cumplir plenamente su misión en el mundo es la del testimonio, que los fieles solo pueden brindar cuando participan activa y pacíficamente en la vida cultural y social del grupo humano en el que viven.  Se trata de un participar que, a su vez, requiere un diálogo, ya que aquellos entre los cuales uno da testimonio «reaccionan de cierta manera, hacen preguntas, establecen condiciones, ofrecen alternativas que requieren una respuesta»[16].

Fabrizio Renzi

Bibliografía

  • Derrida 1994 = Jacques Derrida, Márgenes de la filosofía, traducción de Carmen González Marín, Cátedra, Madrid.
  • Dupla 2009 = Leonardo Rodríguez Dupla, Libertà e tolleranza, en S. Grygiel – S. Kampowski (edd.), Fede e ragione, libertà e tolleranza. Riflessioni a partire dal discorso di Benedetto XVI all’Università di Ratisbona, Cantagalli, Siena, pp. 85-98.
  • Girard – Vattimo 2006 = René Girard – Gianni Vattimo, Verità o fede debole. Dialogo su cristianesimo e relativismo, Feltrinelli, Milano.
  • Izquierdo 2013 = César Izquierdo, Testimonianza e dialogo nella missione della Chiesa, en A. Granados – P. O’Callaghan (edd.), Parola e testimonianza nella comunicazione della fede, Edusc, Roma.
  • Prades-López 2008 = Javier María Prades-López, Il Cristianesimo e la necessità del testimone, «Oasis», 7 (2008), pp. 12-16.
  • Rossi 2005 = Roberto Rossi,  Fondamento e storia. Essenza e forme della religione, Casa Editrice Leonardo da Vinci, Roma.
  • Vattimo 2002 = Vattimo, Dopo la cristianità. Per un cristianesimo non religioso, Garzanti, Milano.

Notas

[1] Girard – Vattimo 2006, p. 89. Vattimo se refiere a Heidegger 2000. Cabe destacar la expresión desafortunada – desde un punto de vista heideggeriano – en la que Vattimo afirma que “Heidegger ve presente …”. Es cierto que el máximo exponente del pensamiento débil enfatiza que “saltar de la metafísica es imposible, radicalmente, porque siempre nos movemos en el marco de la experiencia del mundo organizada por el lenguaje que hemos heredado” (Vattimo 1990,  p.13), pero también es cierto que es una expresión que cuanto menos desentona con el rechazo heideggeriano a la metafísica de la presencia. Los pasajes de los volúmenes que no son publicados en español han sido traducidos por mí.

[2] Derrida 1994, p. 65 e 68.

[3] Derrida 1994, p. 95.

[4] Rossi 2005, p. 70.

[5] Cfr. Vattimo 2002, p. 123.

[6] Vattimo 2002, p. 123.

[7] Concilio Vaticano II,  Gaudium et spes, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, n. 21.

[8] Vattimo 2002, pp. 104 e 106.

[9] Dupla 2009, pp. 94-95.

[10] Resulta evidente que la distinción entre estar convencido de una verdad y querer imponerla a otros no ha sido comprendida por Vattimo, para quien no hay diferencia entre verdad y violencia. En este sentido, el siguiente pasaje es significativo: «La preocupación de la Iglesia por los praeambula fidei se ha experimentado principalmente como una preocupación por el diálogo, como una forma de conocer a los infieles en un plan que no implicaba una adhesión preliminar al mensaje de Cristo, como una forma de prepararse para la aceptación de este mensaje. […] Pero […] lo razonable de los praeambula fidei ha acabado justificando con demasiada frecuencia la compulsión a creer, fundada precisamente en la certeza de que era la razón humana la que imponía la aceptación de la fe» (Vattimo 2002, pp. 120-121). Aquí vale la pena repetir lo que ya se ha observado. Primero, la razón no puede imponer nada, ya que incluso centrar la atención en los primeros principios y conclusiones científicas es un acto que implica un cierto grado de libertad. Naturalmente, esto también se aplica al conocimiento relativo a los praeambula fidei, los cuales, al menos, están sujetos al libre albedrío en el ejercicio de su acto. En segundo lugar, los praeambula fidei son solo condiciones de posibilidad de la fe que no obligan a adherir a las verdades cristianas, las cuales siguen siendo intrínsecamente verdades no evidentes. El conocimiento metafísico de Dios no nos obliga a creer: una cosa es estar seguros de que Dios existe, otra es reconocer a Dios en Cristo.

[11] Izquierdo 2013, p. 212.

[12] Izquierdo 2013, p. 212. Incluso el Papa emérito destacó cuánto puede enriquecerse el cristiano que entra en contacto con otras realidades religiosas. Cfr. Ratzinger 2007.

[13] Prades-López 2008, p. 12. Javier Prades-López, además del Vaticano II, también se refiere a Steinke 1997.

[14] Concilio Vaticano II, Ad Gentes, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia, n. 11. [15] Vattimo 2002, p. 52.

[16] Izquierdo 2013, p. 201. El magisterio eclesiástico reconoce el diálogo como «la única manera de dar sincero testimonio de Cristo y un generoso servicio al hombre» (Juan Pablo II, Redemptoris misio, Carta encíclica sobre la permanente validez del mandato misionero, n. 57).

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