El cadáver que planté
el año pasado en mi jardín
ya comenzó a brotar
Carlos Llaza
Un fragmento de una de las poesías recitadas por un gran amigo en la presentación de su libro Naturaleza muerta con langosta.
Valga la aclaración, Carlos no ha enterrado a nadie en su jardín, no hay que llamar a la policía. Fue una de las primeras interpretaciones graciosas que escuché sobre su texto. Lo más probable es que el cadáver sea una semilla. Una semilla que evoca la tensión entre la vida y la muerte. La naturaleza muerta que con algo de paciencia ha de producir una vida esplendorosa. Ya lo sabemos, de un grano mínimo de mostaza, puede crecer un gran árbol que cobija la vida en sus diversas manifestaciones. Aunque quizá si enterró a alguien y no me contó. Quizá se enterró a él mismo y espera renacer de nuevo con otros sueños y otras promesas por cumplir.
El lenguaje poético es uno de esos adalides de armadura oxidada que vienen a salvarnos de las garras del mundo científico de lo verificable, de lo funcional, de lo positivo, en el que estamos inmersos en la vida contemporánea. La riqueza de realidad se manifiesta en las contradicciones mismas en las que la poesía se expresa. En esas paradojas, la imaginación se hace capaz de producir mundos nuevos, posibilidades que hacen nuestro mundo más bello, más personal y menos homogéneo. El lenguaje literal, apenas en ruinas, se convierte en obstáculo para ver más allá, para percibir lo distinto, lo que trasciende el texto y lo que nos trasciende a nosotros mismos.
Estamos atrapados en un mundo que otros han imaginado por nosotros. Por ello, nos resulta difícil ir más allá del muerto enterrado en el jardín de Carlos. Es como ver una película y leer el libro después. Resulta casi imposible representar a los personajes en un modo distinto a como nos lo han presentado. La experiencia poética de leer es inversa: va de la lectura a la imagen. Es entonces que nuestra imaginación parece ser más poderosa que la cámara de video.
Como comentaba Carlos en su ponencia La importancia de la poesía en la Universidad, no es la poesía la que nos necesita a nosotros, somos nosotros la que la necesitamos a ella. Sin el lenguaje poético, estamos condenados a repetir los mismos patrones de siempre y renunciamos al aspecto más preciado de nuestra libertad: su capacidad de innovación. Allí donde la persona encuentra la posibilidad de reconfigurar su mundo en modos nuevos y de crear de acuerdo a una interioridad capaz de trascenderse constantemente a sí misma.
Juan David Quiceno Osorio