El 15 de agosto de 1945 un mensaje radial desconcertó al mundo entero. La voz del emperador Hiroito, líder supremo del Japón y «dios viviente» para sus súdbitos, se escuchaba por primera vez en público. Anunciaba la rendición incondicional del Japón luego de cuatro años de brutal lucha. Quince días después, el Ministro de Relaciones Exteriores japonés firmaba el acta de rendición en el acorazado Missouri ante los generales aliados. Atrás habían quedado tres millones de japoneses muertos, entre militares y civiles. Los continuos bombardeos norteamericanos sobre las islas habían destruido la mitad de la capacidad industrial del país, además de provocar un desplazamiento de población nunca antes vista y una hambruna que llevó a la muerte a cientos de miles de civiles. Las dos únicas bombas atómicas lanzadas en toda la historia, por su parte, se cobraron la vida de 140 mil personas en Hiroshima y 80 mil personas en Nagasaki.
Japón, derrotado y ocupado por las fuerzas aliadas, entraría a un estado de anomia y desmoralización sin precedentes, luego de haber vivido el fanatismo y la euforia militarista. La hambruna se agravó por el cese del suministro de alimentos que venía de Manchuria y Corea, y por la repatriación de los japoneses que ocupaban el Asia. Gansters locales comenzaron a hacerse del poder en las periferias de las grandes ciudades, en las que vivían de la extorsión, el proxenetismo y el mercado negro. Las fuerzas armadas se disolvieron y la democratización forzada que impuso occidente causó más estragos que los que inicialmente buscaba subsanar. Paradójicamente, el oscuro período del Japón de la Postguerra, inspiraría algunas de las más grandes obras maestras de la cinematografía del país del Sol Naciente.
En Japón, el término Kyodatsujoutai –traducido literalmente como «estado de letargo»– alude a la ruina moral en que caería esa nación luego de la derrota de 1945. Tan sólo tres años después de la rendición, Akira Kurosawa, uno de los más grandes cineastas de todos los tiempos, filmaría El ángel ebrio: uno de los más bellos y descarnados testimonios de la terrible situación que por entonces se vivía en aquel país. Ambientado en un suburbio de Tokio, recrea los bajos fondos de la ciudad y la vida de un mafioso (interpretado por Toshiro Mifune) que regenta un cabaret en el que se bebe whisky y se escucha jazz «a la japonesa». Él será confrontado por un médico alcohólico (Takashi Shimura) que mantiene una cruzada contra la tuberculosis que asola el vecindario, y contra una serie de «epidemias morales» representadas en una ciénaga-basurero que se extiende por el lugar. El ángel ebrio sería una de muchas películas de Kurosawa que se sitúan en la post-guerra, y en las que explotando esta dramático periodo, alude con maestría a la grandeza y miseria de la condición humana.
Un año antes, en 1947, Kurosawa había rodado Un domingo maravilloso. Una película en la que se describen las vicisitudes de una joven pareja que no puede casarse por falta de recursos, y que busca vivir su idilio a pesar de la precariedad económica que los amenaza irremediablemente. En 1949 filmaría dos películas –Un duelo silencioso y Perro rabioso– que además de narrar la historia de un dedicado médico y un esforzado policía, respectivamente, reflejan un Japón atravesado por la abulia, el vicio y el desamparo. Finalmente, en 1955 con Crónica de un ser vivo abordará el tema del trauma en que vivían los sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki, y por tanto, de las heridas aún no cicatrizadas de esa nación. Tema que retomaría al final de su carrera con la célebre –pero floja– Rapsodia en agosto (1991).
Pero no sólo Kurosawa se abocaría a retratar el Japón de postguerra en el que vivía (tal como lo haría el neorrealismo italiano con De Sica y Rossellini). Otros grandes directores circunscribirían sus mejores producciones a ésta época. Así pues, Masaki Kobayashi le dedicaría por lo menos tres de sus películas a la postguerra japonesa. En La habitación de las paredes delgadas (1956) describiría la prisión de antiguos soldados japoneses y las injusticias a las que fueron sometidos por las autoridades norteamericanas. Vejaciones tan terribles como las que sufrieron bajo los fanáticos oficiales japoneses que antes los comandaran y que, asombrosamente, fueron exculpados de los atrocidades que cometieron en la guerra. En La plegaria de un soldado (1961) –tercer film de su trilogía La condición humana– Kaji, un joven soñador y pacifista que se ve obligado a luchar en las fuerzas imperiales, busca sobrevivir con los remanentes del ejército japonés, eludiendo a las fuerzas chinas y soviéticas que los cercan y, eventualmente, aprisionan. Una de las últimas películas de Kobayashi es un documental que aborda un controversial capítulo de la postguerra: los Juicios de Tokio (1983), en la que se discute, entre otros asuntos, el porqué de la exclusión del emperador como criminal de guerra.
Muchas otras grandes películas se han filmado teniendo como escenario este poco conocido episodio de la historia mundial. Otro gran realizador japonés, Kon Ichikawa, dirigió en 1956 El arpa birmana, película que relata la historia de uno de los numerosos regimientos del ejército japonés que hasta 1974 continuaron en armas por no creer en la veracidad de la rendición. En Fuego en la llanura (1959) Ichikawa narra las penurias de unos soldados que escaparon a la prisión aliada luego de la rendición, internándose en las selvas de Filipinas buscando sobrevivir.
Ni siquiera el anime japonés ha estado lejos de relatar estos eventos. Una obra maestra del género, La tumba de las luciérnagas (1988) –de la cual hemos tratado en otra ocasión– describe la vida de dos niños en los primeros y más duros momentos de la postguerra. Un anime más reciente como es La isla de Giovanni (2014) se aboca, también desde una mirada infantil, a narrar la vida de los habitantes de la isla de Shikotán bajo la ocupación, y posterior colonización, soviética.
José Manuel Rodríguez Canales