Las hijas de Arequipa y la épica y religiosa jornada de 1867

Están de moda las adolescentes rebeldes. Tuvimos una muy grande en Arequipa.

Si algún día, a pesar de mi falta de tiempo y talento, logro escribir un libro, que, a imitación del de Zweig, se titule Momentos estelares de Arequipa, la historia de la poetisa Felisa Moscoso y la gloriosa gesta de las mujeres arequipeñas en las primeras horas de la revolución de 1867, sería una de las más relevantes y épicas.

Felisa María Moscoso nació en Arequipa en 1852. Fue hija de don Julián Moscoso y de doña Manuela Pacheco. Siendo muy niña la llevaron a Lampa, donde aprendió quechua y seguramente se empapó del espíritu de severidad y austeridad de la romanidad andina. Desde muy pequeña sintió vocación por las letras y publicó versos en el periódico La Bolsa que luego recopiló en un primer libro: Flores Silvestres. A estos les siguieron otros títulos como Ligeros pensamientos consagrados a la mujerVioletas mistianasLa Mujer, etc. A los quince años contrajo nupcias con el abogado arequipeño Juan Manuel Chávez. Al enviudar de él, se desposó con el que sería héroe de la Guerra del Pacífico, el contralmirante Melitón Carbajal.

Cuando la poetisa solo tenía trece años, en 1865, el coronel Mariano Ignacio Prado, aliado con los liberales, llegó al poder luego de una revolución que derrocó al presidente Pezet. Buscando legitimar su gobierno, Prado convocó a elecciones para Presidente de la República y para un Congreso Constituyente que se encargaría de redactar una nueva carta constitucional que reemplazara a la Constitución moderada de 1860. Al mismo tiempo, con un Congreso dominado por liberales, se empezó una campaña de hostigamiento contra los enemigos del régimen y se emprendió una serie de medidas contrarias a la religión, como las restricciones al tañido de las campanas de las iglesias o la prohibición de tocar una campanilla reverencial cuando el sacerdote llevase el viático por las calles, como dictaba la tradición multisecular.

Al promulgarse la Constitución de 1867, de fuerte carácter liberal y con medidas consideradas anticlericales, el presidente mandó jurarla en todas las ciudades del país. A tal efecto, el prefecto de Arequipa, Miguel Valle Riestra, mandó armar un tabladillo en la plaza de armas. El día anterior al que se llevaría a cabo la juramentación, el 11 de setiembre de 1867, los ánimos de los arequipeños estaban caldeados. Hacia media mañana, la gente congregada en la plaza discutía a viva voz la imposibilidad de jurar una constitución impía. De pronto, se empezaron a oír vivas a la religión: «¡Viva la religión! ¡Viva la constitución del 60! ¡Muerte a la constitución blasfema! ¡Muera el gobierno apóstata!». Del gentío se destacó la figura de la joven poetisa Felisa Moscoso, quien, junto a otras valientes mujeres arequipeñas, se subió al tabladillo y exclamó:

«No podemos permitir tamaña afrenta a nuestra condición de creyentes, el gobierno nos insulta pretendiendo hacernos jurar una Constitución impía, que la juren todos los demonios y sus sirvientes, pero, los arequipeños, que tenemos a mucha honra ser católicos y estamos dispuestos a defender nuestra santa causa hasta con nuestras vidas: ¡No, no, no!»[1]

Luego cogió una copia de la constitución que debía ser jurada y la quemó ante el júbilo y la algarabía de la catoliquísima población mistiana. Este fue el punto de partida de una de las más gloriosas revoluciones de nuestra historia. Luego de serios enfrentamientos con las fuerzas del orden, los arequipeños se hicieron con el control de su ciudad y reconocieron como su líder al general Pedro Diez Canseco, segundo vicepresidente del gobierno de Pezet, último gobierno constitucional legítimo.

Prado, a la cabeza de sus fuerzas, marchó a Arequipa para sofocar la revolución intentando tomar la ciudad. Para ello contaba con dos imponentes cañones, el más poderoso de los cuales fue interceptado en su traslado hacia Arequipa y destruido por los bravos revolucionarios. La ciudad resistió el sitio gallardamente. Prado no pudo tomarla y se vio obligado a regresar derrotado a Lima, donde el creciente descontento popular lo forzó a renunciar a la presidencia. Pedro Diez Canseco asumió el cargo de jefe de estado de manera interina, restableció la Constitución de 1860 y convocó elecciones presidenciales de las que resultó triunfador José Balta.

De esta épica gesta, la poetisa nos legó un grandioso poema que sirve de crónica de tan bella gesta popular y auténtica:

La jornada religiosa de 1867

Ciudad de las gloriosas tradiciones
cuna de los guerreros y poetas
heraldos de su fama, y las trompetas
que proclaman tus nobles ambiciones
que en patria y libertad están concretas

Un congreso de libres pensadores,
más bien demoledores,
trataba de reformas religiosas
con ánimo tenaz y empedernido
las practicas piadosas
queriendo exterminar, enfurecido.

Un reto a la conciencia religiosa
fue la marcha azarosa
de ese poder supremo en sus sesiones
denuestos se lanzaban a las creencias
y firmes convicciones
del país, que rechazó sus exigencias.

Arequipa se lanzó sola en la lucha,
solo su voz se escucha
aguardando su turno en la protesta
y en actitud serena e impotente
al gran día se apresta
para lanzar su reto prepotente.

Las vísperas para el día señalado
para el gran atentado,
las hijas de Arequipa, reunidas
preparaban su espléndida jornada,
firmes y decididas
a defender la religión sagrada.

Firmes en su ardoroso patriotismo,
con cristiano heroísmo,
se resuelve formar un imponente
comicio que anonade a los traidores
de la patria creyente
confesando la fe de sus mayores.

Me puse a la cabeza de ese grupo
y la suerte me cupo
de llevarlas al sitio designado
a cumplir el solemne juramento
en torno del tablado
que debía servir de monumento.

Salté sobre el tablado y en mi diestra
ostentaba la muestra
de la constitución aborrecida
y después de alegar nuestro derecho,
con mano decidida
¡quemé las fojas! ¡consumé el hecho!

¡Viva la religión! Clamé enseguida.
Y esa voz repetida
por innúmeros labios, con locura,
fue como chispa eléctrica lanzada
que excitó la ternura
de ese pueblo, de fe tan acendrada.

Un batallón descarga sus fusiles
y llueven proyectiles
sobre niños, ancianos y mujeres.
Únicas combatientes en la plaza
inofensivos seres
de aquella multitud que no era escasa.

Esa misma tarde se batía
el pueblo, que sabía
su infalible derrota por la fuerza
que altanera y en su odio despechado
con intención perversa
al combate lo había provocado.

Once días después se convencieron
cuan ciegos estuvieron
al caer consumada su victoria
del pueblo con el bárbaro suplicio
que reflejó la gloria
de Arequipa en su propio sacrificio.

Todo el Perú se alzó como un solo hombre,
de Arequipa en el nombre,
y derrocó la injusta dictadura
dejando la magnífica enseñanza
de que muy poco dura
el poder del abuso y la acechanza.

Que no son las creencias religiosas
las causas peligrosas
de aquellas conmociones fatales.
Sino las malas leyes, en divorcio
con los fueros sociales,
de la pasión política en consorcio.

En guardia de los fueros de la historia
y honor de esta memoria,
rectifico los juicios extraviados
por el odio implacable de partido
y dejo consignados
esos hechos tal cual han sucedido.

Juan Carlos Nalvarte Lozada

Bibliografía

  • Altuve-Febres Lores, F. (2001) «La constitución de 1867» en Revista Abogados N°6. Lima
  • Carpio Muñoz, J. (1980) Texao. Arequipa y Mostajo. T.1. Arequipa: Edición del autor.
  • García y García, E. (1926) La mujer peruana a través de los siglos. Lima: Imp. Americana
  • [1]Carpio Muñoz, J. (1980) Texao. Arequipa y Mostajo. T.1. Arequipa: Edición del autor.

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