El espectáculo y la semana santa

En cada peruano late el barroco. No solo lo digo por nuestro churrigueresco paladar –tan ávido a combinaciones extrañas y sabores fuertes–, o por esa afectada grandilocuencia de los oradores y maestros de ceremonias, ni por ese derroche de purpurina y alegría de las danzas vernáculas, en las que lo hispánico se funde con lo andino. Somos también barrocos por esa sed de espectáculo que tenemos dentro: la fiesta del santo patrón, la jarana del barrio, el jolgorio de turno.

El amor al espectáculo es una característica marcadamente barroca. En contraste con la rigidez –lindante con lo pedante– del puritanismo protestante, la Iglesia Católica aprovechó la natural propensión del ser humano al entretenimiento y el deslumbre para evangelizar prolífica y prolijamente. Mediante esta instrumentalización del espectáculo, gentes de distintas extracciones culturales y étnicas –mulatos esclavos, indios nobles, criollos pudientes, españoles arruinados– podían por igual aproximarse a los misterios más importantes y dificultosos de la existencia mediante el drama. Así pues, acompañando una procesión podían comprender las relaciones entre las tres personas de la Santísima Trinidad y cómo el Hijo procede del Padre y el Espíritu de ambos. Mediante un auto sacramental de Navidad se aproximaban al misterio de la Encarnación del Verbo de Dios y la majestad de su Santa  Madre. Al ingresar a una catedral podían conocer la historia de la salvación con sólo posar sus ojos por las innumerables imágenes y pinturas que decoraban el templo.

Tiempo privilegiado para este desborde de símbolos, por tratar el misterio fundante del mundo católico, era la Semana Santa. En las cruentas imágenes de los Nazarenos que recorrían las ciudades, el pueblo cristiano reconocía el dolor real que Jesucristo sufrió por nosotros, depositándose sobre su humanidad todo el padecimiento humano. Cada escena de su Pasión era representada por las numerosas hermandades para que, meditada por aquellos que acompañando el redivivo Calvario, podrían vislumbrar algo del misterio del amor infinito de Dios. En Viernes Santo –tal como aún se hace hoy en el templo de Santo Domingo de nuestra ciudad– una imagen articulada de Nuestro Señor era una vez más crucificada hasta que, luego del sermón de las tres horas, su cabeza cayera inerme representando su muerte. Espectáculo que provocaba el espanto y la admiración de todo el pueblo fiel que no dudaba en largarse a llorar ante el teatro del sacrificio del Salvador del mundo. Una cruz de camino, por citar un ejemplo más, recoge toda la historia de la Pasión en una sola mirada.

La piedad religiosa siguió viva en nuestro pueblo hasta bien entrado el siglo XX. A pesar de las modas, los nuevos usos y las invenciones técnicas, la devoción reinaba. Inclusive todas las innovaciones también se orientaron a fomentarla. En Semana Santa los radios se consagraban, además de emitir sermones y reflexiones, a imprimir seriedad y dolor mediante la música sacra y académica. En los teatros compañías venidas de Argentina o México escenificaban el Triduo Pascual. Y si estas dramatizaciones faltaban, la piedad popular nunca dejaba de escenificar el Vía Crucis en las calles, tradición que ahora tiene el nombre de «pasiones vivientes».

Finalmente, una de las más recientes e interesantes formas de representación de la Pasión de Cristo, es el cine. El séptimo arte nació proyectando los misterios de los últimos días de Jesús: la primera película propiamente dicha consistió en una grabación de un Vía Crucis tradicional, en la actual República Checa: La vie et passion de Jésus-Christ (1898). Así pues, en la Arequipa de los 50’ –como en todas las grandes urbes del mundo: Madrid, La Habana, México– se acostumbraba proyectar filmes religiosos en Semana Santa.

César Belan Alvarado

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