La poesía nace de la resistencia de la imaginación contra el asalto de la realidad.[1] El poeta, al convertirla en objeto, proyecta el lenguaje hacia las exigencias propias del mundo que lo rodea y desde el cual el poema es conjurado.[2] Es decir, cuando el eje de las imágenes se yuxtapone al de la experiencia cotidiana, el poema constituye una recompensa satisfactoria.[3] Se convierte, como señala Seamus Heaney, ‘en otra verdad a la cual podemos recurrir, ante la cual podemos reconocernos de manera más plena y fortalecida’.[4]
Esta difícil e imprescindible adecuación es atribuida, por T. S. Eliot, no sólo a Dante sino también a los llamados poetas metafísicos del siglo diecisiete, herederos de Shakespeare, Marlowe y demás dramaturgos del dieciséis.[5] Si bien el término poesía metafísica resulta impreciso (y, por lo tanto, engañoso) y el trabajo de estos poetas es distinto entre sí, existe un elemento común entre ellos: todos, sin excepción, a través de un lenguaje cristalino y elegante, evidencian un anhelo por la emoción espiritual más intensa. John Donne o Andrew Marvell son excelentes ejemplos de esta adecuación entre imagen, realidad experimentada y emoción. No obstante, es George Herbert (1593–1633) quien, al empujar la transparencia del lenguaje hasta el extremo, mejor la ilustra.
Vigor y sensatez, así como via media entre exquisitez y vulgaridad[6] hacen de la poesía de este sacerdote anglicano nacido en Gales un logro artístico pleno. Sus poemas son transmutaciones inteligentes[7] de la experiencia de los apetitos físicos y las necesidades espirituales en emoción artística. A través de un minucioso tejido de dualidades, las líneas del poeta se convierten en caminos; la provisión, en cosecha; la fruta, en vino y sangre; la espina, en corona; la corona, en guirnalda; la soga, en cadena; el yugo, en amor y libertad. Así, la voz que George Herbert imprime en sus poemas posee la habilidad de tratar lo inefable con una elocuencia sin par.
‘The Collar’[8], tal vez su pieza más famosa, es un excelente ejemplo de esta correlación entre imagen y experiencia. El título se refiere al alzacuello que llevan los sacerdotes, aunque no está exento de connotaciones cercanas a yugo, propiedad y libertad reprimida. Simplificando el poema al máximo, el hablante despotrica contra su modo de vida para luego redescubrirse llamado y, por supuesto, amado. Como en todo buen poema, la fortaleza de ‘Alzacuello’ (como se ha titulado la traducción que acompaña este comentario) reside no sólo en lo dicho, sino sobre todo en lo sugerido.
Si bien las deficiencias del traductor se interponen entre el poema y el lector, hay ciertos elementos poéticos que sobreviven la acción de todo advenedizo. Esto es posible, sobre todo, gracias a que el hablante maneja un lenguaje simple cuyo lirismo surge con absoluta naturalidad. Por ende, cualquier mérito que esta versión en castellano de The Collar pueda tener se debe sólo a la inconmensurable calidad del poema en su idioma original:
alzacuello
Golpeé la mesa y grité, Basta.
Me marcho.
¿He de por siempre sufrir y suspirar?
Mi verso y vida, libres como el camino
y el viento y grandes como el abasto.
¿Seguir así y en este traje?
¿Por mies no tengo sino espinas
y me desangro sin curar las heridas
que por la fruta cordial contraje?
Sí, había vino
que mis suspiros secaron: había grano
que mis lágrimas ahogaron.
¿El tiempo, sólo para mí perdido?
¿Tengo laureles para adornarlo?
¿Flores, guirnaldas? ¿Todo consumido,
devastado?
No es así, corazón mío: existe fruto,
tienes dos manos.
Recupera tus años de suspiros,
doble delicia: deja la fría disputa
de lo que es recto y lo que no.
Deja la jaula, soga de arena
y mezquindad, que te encadena,
que, si no ciñe, tira,
sé tú la ley que antes
al pestañear no viste.
Presta atención:
Me marcho.
Guarda ese cráneo: tus miedos ata.
El que dimite
para servir a su apetito
gana su carga.
Y así, al despotricar con tanta ira,
a toda voz,
me pareció que me llamaban: Hijo.
Yo respondí: Mi Dios.
La dramática experiencia retratada en ‘Alzacuello’ parte de la injuria y se dirige al consuelo. El hablante, poseedor de una técnica exquisita, emplea la mayor parte de su vigor poético en una especie de lucha contra la lucha diaria y pospone la calma hasta los cuatro versos finales. Si bien retrata una crisis personal (común no sólo a la vida de los clérigos, sino a la de todas las personas conscientes de sí mismas), el alcance del poema supera el pretexto sobre el cual es creado; es decir, puede ser leído como una manera de lidiar con la contingencia de los planes personales contra (acaso bajo) la presión de la realidad misma.
El efecto del poema surge de la fluidez del lenguaje; sus idas y venidas, que, en adecuación perfecta con la estructura, insuflan vida en el texto. Si bien el hablante se mueve en distintas direcciones, no pierde de vista su centro. Estos cruces y vaivenes, inherentes al trabajo del Herbert, son, como señala Heaney, ‘ejecutados con tal simetría que son experimentados cual culminaciones’.[9] Por lo tanto, si la elevada tensión del poema hace de cada palabra y verso un acontecimiento inevitable, cada pausa del hablante contiene en sí misma un impulso por continuar el movimiento; lo cual otorga al poema facultades de organismo autónomo.
De ahí que sea tan riesgoso hablar de la simplicidad del poeta. La combinación de su franqueza y el sonido prístino de su expresión permiten al lector observar el mundo desde arriba sin dejar de estar dentro de él. No obstante, ni la lucidez de su exposición ni el tenor de su voz deberían disminuir el respeto del lector por la inteligencia de Herbert.[10] Basta detenerse en el cierre del poema, en los cuatros versos de alivio, para descubrir la fineza de emoción lograda en ‘The Collar’. El poeta no adorna los versos, sino que se vale de sintaxis, tempo y rima para dar vida al fuego que en el corazón se enciende cuando el amor revela el brillo de la fe y de la esperanza:
Y así, al despotricar con tanta ira,
a toda voz,
me pareció que me llamaban: Hijo.
Yo respondí: Mi Dios.
[1] Wallace Stevens, The Necessary Angel, Faber and Faber, Londres, 1984, p. 36.
[2] T. S. Eliot sostiene que ‘[n]uestra civilización comprende gran variedad y complejidad, y esta variedad y complejidad, al afectar una sensibilidad refinada, producirá resultados tan varios como complejos’, en ‘The Metaphysical Poets’, Selected Essays, Faber and Faber, Londres, 1999, pp. 281-91 (p. 289).
[3] Para profundizar más respecto de esta adecuación ver ‘coordinates of the imagined thing’ en Seamus Heaney, ‘The Reddress of Poetry’, en The Reddress of Poetry: Oxford Lectures, Faber and Faber, Londres, 1995, pp. 1-16 (p. 8); y ‘objective correlative’ en T. S. Eliot, ‘Hamlet’, Op. cit., pp. 141-46 (p. 145).
[4] Ibid.
[5] T. S. Eliot, ‘The Metaphysical Poets’, Op. cit., pp. 287-88.
[6] Seamus Heaney, Op. cit. p. 9.
[7] Inteligentes y no intelectuales. En palabras del señor Pound: ‘He escrito expresamente “inteligencia” y no “intelecto”. No existe inteligencia sin emoción.’ Ezra Pound, ‘T. S. Eliot’, Literary Essays, New Directions, Nueva York, 2009, pp. 418-22 (p. 420).
[8] George Herbert, The Temple, Penguin Classics, Londres, 2017, p. 238-39. También disponible en línea.
[9] Op. cit. p. 10.
[10] Heaney, Op. cit. p. 14.
Carlos Eduardo Llaza Corrales