El término “ciclo revolucionario” suele usarse en la historiografía para agrupar una serie de revoluciones cercanas tanto en lo cronológico como en el contenido (ideología, protagonistas, fines). Así, se suele hablar de la “revolución atlántica” para agrupar a la Independencia de los Estados Unidos y a la Revolución francesa; o de la “revolución de 1848” para referirse a la serie de revueltas de talante liberal y antiabsolutista que se dieron a lo largo de toda Europa, desde Francia hasta Italia, pasando por la Confederación Germánica y el Imperio Austríaco. El año 1968 puede ser considerado también como el comienzo de un ciclo revolucionario: el de las revoluciones del 68. Ese año convergieron el Mayo francés con la Primavera de Praga, el movimiento estudiantil mexicano (que terminarían en la célebre matanza de matanza de la plaza de Tlatelolco) y las protestas antibelicistas de los Estados Unidos. Año del apogeo de la moda hippie, la emancipación sexual, el anticolonialismo, la lucha feminista contra el patriarcado, la lucha por los derechos civiles, entre otros.
Terminado el año de 1968 pocos se hubieran aventurado a ponderar las consecuencias que estas jornadas de protesta tendrían en el mundo occidental. A pesar de que todas estas insurrecciones fracasaron en sus fines inmediatos, el mundo es hoy lo que quienes protestaban en el 68 querían que fuese. Y es que en estas protestas irrumpió una juventud ansiosa de cambios profundos que no encontraba lugar en una sociedad que percibía como estrecha y oprimida, llena de convencionalismos trasnochados y urgida de cambios profundos. Una juventud dispuesta subvertir todo orden, que ya no quería instaurar la dictadura del proletariado, sino la dictadura de sus pasiones. Una juventud dispuesta a demoler los valores tradicionales y no dejarse oprimir por ninguna autoridad ni ninguna regla externa a su conciencia.
Al referirse a esta juventud, Giovannino Guareschi, el célebre creador de Don Camilo (el viejo párroco rural italiano que habla con un crucifijo y se enfrenta contra el alcalde socialista de su pueblo), en su libro póstumo “Don Camilo y los jóvenes de hoy” (en el que el pobre cura tiene que enfrentarse no ya a los viejos socialistas, sino también a melenudos motociclistas, a maoístas y a sacerdotes sin fe), nos dice: “es imposible una investigación acerca del comportamiento de los jóvenes de hoy. Su cinismo y su desenfado, a menudo sacrílego, hacen de los jóvenes una generación despiadada e imprevisible. No hay obstáculos que puedan detener a los jóvenes, quizá ni siquiera la muerte”.
Las jornadas del 68 marcaron el hito fundacional de la revolución cultural. Una revolución que no buscaba asaltar el poder, sino acabar con la civilización occidental. Una revolución moral y espiritual, punto de inflexión que supuso el inicio de una nueva era: la posmodernidad. Una era marcada por el relativismo gnoseológico y moral, por el ateísmo hedonista, por la crisis de la racionalidad y por el nihilismo exacerbado (así lo manifiestan los grafitis del Mayo francés: “viva lo efímero” “gozad aquí y ahora” “yo decreto el estado de felicidad permanente”, “mis deseos son la realidad”).
Nuestro mundo, se ve claramente, es hijo de estas jornadas. Pero cabe preguntarnos, ¿acaso ya estamos escuchando los últimos estertores del 68? ¿no estamos viendo nacer a una juventud hastiada de tanto relativismo? ¿no lo manifiesta así la férrea resistencia de los países de Europa del este ante los intentos de ingeniería social? ¿acaso, la Manif pour tous (la versión francesa de la Marcha por la Vida), tan multitudinaria como el Mayo francés, no marca el inicio de una nueva era que deja atrás el espíritu del 68? ¿las Marchas por la vida alrededor del Mundo no manifiestan el despertar luego de tanto nihilismo, irracionalidad y sensibilidad exacerbada? Solo Dios lo sabe, pero cabe recordar lo que Guareschi, en el epígrafe de la última aventura de Don Camilo, en ese ya lejano 1968, escribió: “Así acaba también esta retahíla, cuyo único objeto era demostrar que el mundo cambia, pero que los hombres siguen siendo como Dios los ha creado, porque Dios no ha hecho ninguna reforma y sus leyes son perfectas e inmutables”.
Juan Carlos Nalvarte Lozada