Agradezco la invitación de César Belan. Es para mí un honor que me haya considerado capaz de hacer un comentario de presentación de su Cantar de los pueblos vencidos.
La poesía es una especie de rumia interna hecha de sonidos, silencios, olores, música, recuerdos. Un conjunto de experiencias contemplativas que se condensa en el alma como la nieve en las cumbres, para ir uniéndose poco a poco, como esos pequeños arroyos que, viniendo de diversos nevados, terminan juntos haciendo un caudaloso río que se hace incontenible y se vuelca en escritura. Pero el poema no es la escritura, la letra escrita es sólo un instrumento, como un esqueleto, una indicación que, como una partitura, despierta en el alma del lector una figura, una evocación, el dictado de no sé qué buen color que diría Vallejo. Así, intenta hacer que el lector vuelva, corriente arriba, a contemplar las nieves eternas que dieron origen al poema.
El Cantar de los pueblos vencidos nos coloca desde el título en la tradición de los viejos cantares de gesta con los que encontraron su voz primigenia las lenguas romances: El mío Cid, Orlando Furioso y La chanson de Roland. Estos referentes escoltan el título del poemario en una especie de broma del autor. Y tal vez por eso es que hay algo de ironía con fuerte sabor a Quijote, en esta gesta del derrotado que canta César Belan. Y uno se pregunta: ¿Por qué cantaría alguien una derrota? Tal vez porque su apariencia de pérdida es solo la imagen de una gran victoria. Y esa es una indudable evocación de la cruz que inspira la vida del autor y su poemario. Esa es la nieve eterna de la que desciende este río. La cita de Unamuno lo evoca como confirmando la intención:
¿Que vence, eso que se llama
vencer, mientras nosotros somos los vencidos?
Enhorabuena. Y basta. Porque para mí, el hacerme otro,
rompiendo la unidad y la continuidad de la vida,
es dejar de ser el que soy, es decir, sencillamente,
dejar de ser.
A mí, un iletrado en poesía, me recuerda fuertemente el final de ese viejo himno que tronaba en la inigualable voz de Luis Álvarez:
Y cuando los diarios digan:
el Perú perdió en fútbol,
el Perú país pobre,
vino otro terremoto,
se secaron los ríos,
se enlodan los políticos,
bajó el sol, se perdió la cosecha,
repicaremos desde el fondo de los huesos,
el grito poderoso de los hombres de esta tierra,
cargada de coraje y de optimismo para decir;
como si arrojáramos balas:
¡Viva el Perú Carajo!¡Viva el Perú Carajo!
¡Viva el Perú Carajo! ¡Viva el Perú Carajo!
¡Viva el Perú Carajo!
Se trata de un canto de fidelidad a pesar de todo. Ese es el argumento general que, me parece, sostiene todo el poemario, desde el primero que lo abre hasta el último que lo cierra: el amor por la patria que va más allá de victorias, derrotas y demás accidentes de la historia, porque el amor tiene una raíz mucho más honda, ajena a toda coyuntura, exactamente como ocurre en una familia que no puede deshacerse de nadie, en ella cabe el tío borracho, el hijo desagradecido, la abuela amargada, el padre ausente y la madre sobreprotectora, la quiebra financiera, los destierros, los éxitos y todos los fracasos.
Como color, tesitura o tono, el poemario es enteramente barroco. Y eso es tan lógico como la vida misma, cargada como viene de una diversidad casi infinita de realidades que hacen una sola realidad y se acogen como una sola verdad, que, como tal, está abierta a comprenderlo todo en una combinación perfecta de elasticidad y firmeza, ambas absolutas, como en esa vieja figura de la espada toledana. Como en las portadas o los altares de las iglesias que el autor ha visitado, no lo dudo, innumerables veces, el texto tiene partes aparentemente inconexas, trozos de historia personalísima cosidos a viejas historias virreinales y misioneras, trágicas noticias de actualidad, paisajes de puna y cuentos extranjeros. En una palabra: todo lo que contiene la tradición.
Con el atrevimiento que me ha dado esta invitación, haré una especie de recorrido muy personal por el poemario. El primer poema sobre el barroco convertido en trinchera que huele a madera, cola y cera de vela, de pronto se convierte en una crónica de tristeza viril por la ciudad hispana destruida y mal carnavaleada para clamar por una lex que provenga de la lux, en medio del desierto de inteligencia y selva de brutalidad de nuestras calles de los que da cuenta ese increíble fascímil de parte policial que contiene el libro; salta a la puna lacustre y sus pueblos costeros helados y azulados por el Titicaca; bordea la costa peruana hasta el fatídico Pasamayo en un par de páginas como de humor negro, llenas de indignación y tristeza por la inhumanidad de lo chicha, lo mediocre y grasiento de la indiferencia humana porque las mezquindades nacionales abordaron el vehículo; cruza el Atlántico a llorar el sufrimiento de antepasados croatas, de albahacas nostálgicas hundidas en el mar; se hace autorretrato parlanchín y de barrio arequipense para, después de otras peripecias que se me escapan, terminar con la escritura de Dios en (el) silencio que es la lengua y la patria de los vencidos-vencedores, la más honda identidad, probablemente el único rasgo del cielo que nos queda en este pobre y confuso mundo.
Libro difícil el de Belan ¿Lo recomiendo? Por supuesto, sobre todo porque reta, desafía, sorprende y requiere trabajo, paciencia y crecimiento. Con él tuve una suerte de experiencia arqueológica. Parecida a entrar en las cuevas de Sumbay, mirar los petroglifos de Toro muerto o Miculla, o, más cercano, tratar de interpretar lo que uno encuentra en un altar barroco: sorpresa ante el descubrimiento, seguimiento de pistas, algunas sin salida que quedaron para mí incomprensibles, guiños en otros idiomas que me hicieron reír y dudar, interpretaciones de todo tipo, algunas más creíbles que otras, hipótesis del tipo Qué rayos es esto y qué hace acá, expresiones cuyo contexto escapa y se eleva, encuentro con cosas muy conocidas y añejas. Y todo haciendo una unidad comprensible y conmovedora, la unidad del ser y la vida que está detrás de todas las experiencias únicas, irrepetibles y parciales.
Leyéndolo volví a la misma conclusión de siempre, como en esa lección que hace ya varios años leí en mi ejemplar de Ortodoxia de Chesterton (al final soy solo un hombre de pocos libros leídos muchas veces): emprender un viaje en busca de lo desconocido y terminar en la sala de mi casa, planear la más revolucionaria revolución y terminar en la ortodoxia más ortodoxa. Y mi verdad es esta: la vida es barroca. La de Belan y la mía, y la tuya, y la suya, y la de ellos, y la de todos, y la de cada uno de los seres humanos, porque al final somos básicamente lo que de nosotros dicen las primeras páginas del Génesis: “Dios creó al hombre, a semejanza de Dios lo hizo. Varón y hembra los creó…”. Y ese es el buen color que me ha susurrado este texto.
José Manuel Rodríguez Canales