Leonardo da Vinci en una ocasión señaló que «la desigualdad es la causa de todas las rebeliones». Esta afirmación –si bien un tanto exagerada– no deja de albergar una verdad que se está haciendo realidad en nuestra región. Arequipa, si bien ha incrementado su riqueza global, progresivamente viene incubando grandes desigualdades económicas en el seno de su población. Brechas que, con el devenir del tiempo, terminan convirtiéndose en irreconciliables diferencias culturales y deshilvanando el tejido social. La reciente encuesta nacional sobre discriminación aplicada por el Ministerio de Cultura, resulta elocuente al respecto: Arequipa es una de las regiones con mayor percepción de discriminación en el Perú, tan solo superada por Tacna.
Para nadie es una novedad que la región Arequipa –y en especial la ciudad capital– ha vivido un proceso acelerado de modernización en los últimos 20 años. La transformación en la infraestructura urbana y el acceso masivo al crédito y a bienes de consumo son prueba de ello. Los números confirman esta percepción: en el 2016 el crecimiento del producto bruto interno (PBI) en la región Arequipa llegó a un récord de 26 %. Sin embargo, ¿cuándo llueve todos se mojan en Arequipa? Parece que no. Según el Índice de Progreso Social (IPS) Regional del Perú 2017, la región ha descendido ocho puestos con respecto al 2016, ubicándose en el puesto 21 de 25. ¿En qué se traduce aquello? En que, a pesar de la evidente riqueza, gran parte de la población sufre cotidianamente una deficiente cobertura de agua y desagüe, escasez de vivienda, bajo acceso a la salud de calidad y altos índices de desnutrición.
¿La desigualdad económica nos puede empujar a la desintegración de la sociedad arequipeña y al enfrentamiento? Es posible afirmar que sí. Así pues, si bien muchos manifiestan su sorpresa por la elección de Elmer Cáceres Llica como gobernador, ésta se puede explicar en función del discurso de reivindicación social que ha sostenido durante la campaña. Sus proclamas, basadas en el lenguaje confrontacional y radical, calaron en esa cada vez más abundante población excluida, aquella que ilustran las encuestas antes citadas y que le dio finalmente la victoria. El ascenso al poder de este cuestionado personaje, que regirá la vida de los arequipeños sin tener objetivos claros ni un equipo eficiente, será entonces una primera manifestación de lo problemático que puede resultar el ampliar las brechas sociales y económicas.
Sin embargo, advertimos un mayor problema aun, ya que la exclusión puede ser causa de trastornos más serios en el interior de la población. Un ciudadano excluido se sentirá, luego, con derecho a atacar a esa sociedad que lo rechaza, generando violencia. Luego, una sociedad más fragmentada y enfrentada tiende a disolverse. El medio más usual para ello es la rebelión y, sobre todo, la delincuencia generalizada. Este punto es también abordado por el IPS. Arequipa descendió en la escala de seguridad del puesto 16 al 20 en el 2017, es decir ocupamos uno de los cinco últimos lugares en el índice de delincuencia nacional. Esto manifiesta un incremento cada vez más significativo en actos delictivos, sobre todo homicidios y asaltos. Esta también es una señal del proceso de desintegración social que se viene dando en Arequipa.
Es importante no caer en aquellos reduccionismos que pretenden explicar la violencia y el crimen teniendo como base únicamente los factores económicos. La cultura y los patrones culturales muchas veces serán muy importantes para alentar y –sobre todo– controlar el desborde social. Sin embargo, en una sociedad en la que las pautas tradicionales están cada vez más disueltas por una cultura cosmopolita, y cuyos patrones de conducta se rigen cada vez más por las veleidades de los medios de comunicación y del mercado, el factor económico muchas veces sostiene la autopercepción de pertenencia de un individuo a la sociedad. De allí que la mecánica de exclusión, en términos de ingresos, sea tan sensible y repercuta en la mentalidad del ciudadano. Se hace necesario, si se desea una sociedad saludable y armoniosa, un desarrollo económico que de forma equilibrada –no igualitarista– tienda a la isonomía, es decir a cierto nivel de igualdad económica entre sus habitantes, conjurándose así la amenaza de la violencia. Hablamos de una colectividad en la que se promueva el bien común favoreciéndose así pobres y ricos. Porque como dijo un célebre revolucionario: «Si no hay café para todos, no hay café para nadie».